The Objective
Fernando Savater

Presencia de Ibarrola

«Para nosotros, los de Basta Ya, las víctimas de Covite, los rebeldes contra el nacionalismo separatista obligatorio, Agustín Ibarrola fue nuestro santo tutelar»

Despierta y lee
Presencia de Ibarrola

Ilustración de Alejandra Svriz

Que nuestras vidas son como ríos que transcurren mansos o impetuosos hasta desembocar en el mar de la muerte es cosa que ya han dicho voces mil veces más inolvidables que la mía, de modo que les ahorraré a ustedes el sofoco. Una cosa es subirse a los hombros de los gigantes para mejorar nuestra estatura espiritual y otra confundirlos con tomar el autobús. Pero a veces nos deslumbra como un fogonazo esa imagen de que en el trayecto de lo imprevisto a lo imposible navegamos junto a figuras de semejantes que no quisiéramos que fuesen tan efímeras como nosotros mismos. Figuras que merecen ser recordadas, que es injusto que desaparezcan de un momento para otro. Hace un par de días, me llegó el libro Agustín Ibarrola. Artista y ciudadano, cuyo autor es mi amigo Fernando Maura, escritor y político de larga y valiente trayectoria, con quien he compartido algunos sabores y muchos sinsabores en los años más recios del País Vasco.

Artista y ciudadano: muy bien dicho, porque ambas cosas fue Agustín Ibarrola a su modo generoso y honesto. Cada uno tenemos una breve lista de personas (diez o doce, no más) que nos enorgullecemos de haber conocido en nuestro tránsito por el mundo: son como condecoraciones inmerecidas pero gloriosas que nos impone la vida. Agustín Ibarrola es uno de los nombres de mi lista de galardones humanos. Hablé con él muchas veces, pero siempre conversaciones breves, nada íntimas; pese a que disfruté de su amable hospitalidad en su caserío de Cortézubi, con el encanto añadido de su gentilísima Mari Cruz, la mayoría de las veces que estuvimos juntos fue en convocatorias que no quisiéramos tener que repetir. Y, sin embargo, nunca le olvidaré y le siento cerca de mí, ahora incluso más que antes. Pasan cosas sucias, veo injusticias increíbles de quienes menos las esperábamos o de quienes desde antaño sabemos que son capaces de todo y entonces me atraganto de indignación y me vuelvo buscándole: «Oye, Agustín…»

Vaya una sentida confesión por delante: soy un perfecto profano en arte, sobre todo en sus manifestaciones más modernas, vanguardistas. No puedo, por tanto, formular juicios mínimamente competentes sobre la producción artística de Ibarrola. Estoy seguro, sin embargo, de que toda su estética estará llena de entereza y honradez, porque esos rasgos fueron inherentes al hombre y, por tanto, también al creador.

Agustín fue uno más en ese grupo de vascos como Blas de Otero, Gabriel Celaya, Vidal de Nicolás, Nicolás Redondo Urbieta, Gabriel Aresti, o antes el propio Pío Baroja, todos más vascos que el monte Gorbea, si me permiten utilizar este lenguaje pueril, pero nada nacionalistas. Y que por ello fueron excluidos del estricto santoral peneuvista y considerados en su momento enemigos a abatir por los asesinos etarras.

Ibarrola fue comunista, desde luego, pero no de los de chalet en Galapagar y coche oficial, sino de los que estuvieron en la cárcel varios años tras sufrir meses de torturas brutales por parte de la policía franquista. Y allí en la cárcel Agustín se las arreglaba para seguir pintando y dibujando merced a estratagemas inverosímiles. También consiguió un reconocimiento internacional a partir de su viaje a París y de la fundación del Equipo 57, pero durante toda su vida de artista afrontó la «descalificación permanente» (así la titula Maura) por parte de una derecha nacionalista que le cancelaba por su izquierdismo y de una izquierda que le marginaba por su decidida apuesta por la transición pacífica a la democracia.

«La primera manifestación contra ETA y el primer manifiesto contra la banda (firmado por Ibarrola) fueron promovidos por el PCE»

Conviene recordar que la primera manifestación contra ETA y el primer manifiesto contra la banda (firmado por Ibarrola) fueron promovidos por el Partido Comunista, aunque la simpatía de Agustín por Santiago Carrillo era perfectamente descriptible. No se ganó Ibarrola loores y prebendas por su compromiso inequívoco con la política que respondía a sus principios. Solo que los más bestias entre los abertzales —y mira que hay donde elegir— embistieran contra su mágico bosque pintado de Oma, talando y descortezando los árboles que sustentaban ese frágil milagro, a la vez ingenuo como el juego de un niño y profundo como el despertar de la primavera.

Para nosotros, los de Basta Ya, las víctimas de Covite, los rebeldes contra el nacionalismo separatista obligatorio, Agustín Ibarrola fue nuestro santo tutelar, un santo achaparrado y bigotudo, siempre bajo la cúpula de su chapela. Durante muchos años, a principios de febrero, nos hemos reunido en la plaza de Andoain para recordar y maldecir juntos el asesinato de Joseba Pagaza.

Nos apretábamos en torno a una pieza de Ibarrola conocida como «la casa de Joseba», una especie de choza metálica en la cual a veces nos refugiábamos para resguardarnos de la lluvia porque en Andoain y en febrero, ya se sabe… Allí, año tras año, hemos oído la canción preferida de Joseba, Las penas de abril, junto al refugio creado por Agustín. Un refugio inventado para la gente decente, sin nacionalistas. Nosotros fuimos y siempre seremos como los árboles ultrajados del bosque de Oma.

Publicidad