The Objective
Fernando Savater

La sonrisa de la madre

«Recomiendo para estas Pascuas la lectura de ‘La promesa del alba’, relato autobiográfico de Romain Gary, en el que sobre todo habla de su madre, Mina»

Despierta y lee
La sonrisa de la madre

Una madre sostiene a su hijo neonato. | John Robinson (Zuma Press)

Pasados los 50 años, solo hay ya dos tipos de personas: los que recuerdan con emoción las Navidades de antaño y siguen celebrando la fiesta y los que han tenido que inventarse algo para consolarse de no tener Navidades. Estos últimos, pobrecillos, arguyen que no son creyentes o que son festejos consumistas en los que se niegan a participar. Por supuesto, no hace falta ser creyente para sentir y celebrar la Navidad: en todo caso, no se trata de creer en Dios, sino de creer en la Navidad. Y para eso no es necesario gastarse los ahorros en El Corte Inglés ni montar una gran fiesta con todos los parientes imaginables. Basta con recordar, pero recordar de veras —con lágrimas en los ojos, si tenemos ese «don de lágrimas» del que habló San Agustín—, la sonrisa de nuestra madre.

Si ella vive aún y tenemos la enorme suerte de poder disfrutarla todavía, no será necesario que vayamos a ninguna tienda para gozar la Navidad: aunque estemos solos, aunque no podamos pagarnos una opípara cena, lo más invencible de la Navidad nos acompaña, sin que nadie pueda borrárnosla del alma. Pero si ella ha muerto, tampoco importa tanto, porque quien ha tenido madre la tiene para siempre: las madres son eternas, indestructibles, están hechas de la misma fibra imperecedera y leve que nuestros sueños. Un verso de Virgilio canta que aquel a quien nunca ha sonreído su madre jamás conocerá tampoco la sonrisa de los dioses. Esa sonrisa, la tan recordada de la madre, la divina, vuelve a nosotros al menos una vez al año, por cada Navidad.

Si alguien no sabe de lo que estoy hablando, solo me queda compadecerlo, pero no tratar de consolarle: en estas cuestiones amorosas en que nos va la vida hay que ser saludablemente egoístas. Lo único que puedo hacer en su favor es recomendarle para estas Pascuas que le resultarán tan aburridas (y hasta censurables) la lectura de un libro, La promesa del alba. Su autor fue uno de esos raros privilegiados de la literatura a los que la crítica les reconoce gran calidad y el común de los lectores los hace populares. Nació en 1914 en Vilna, Lituania, con el nombre de Roman Kacev, pero firmó la mayor parte de su obra (escrita en francés) como Romain Gary.

A los 13 años se instaló con su madre en Niza y comenzó una distinguida trayectoria abundante en notables vicisitudes: luchó como aviador a las órdenes de su admirado general De Gaulle, que le condecoró como Héroe de Guerra, Compañero de la Liberación y después Caballero de la Legión de Honor. Terminó la carrera de Derecho y optó por hacerse diplomático, siendo cónsul general de Francia en diversos lugares del mundo (era un consumado políglota, como tantos judíos) y llegando a representar a ese país ante la Asamblea de la ONU. Mientras, siguió escribiendo siempre, convencido de que ese era su verdadero destino. Cuando recalaba en París, su mayor alegría era codearse con sus amigos André Malraux y Albert Camus.

En 1956 obtuvo el premio Goncourt por Las raíces del cielo, una novela ecológica avant la lettre que trata de un hombre que sacrifica su vida para evitar las matanzas de elefantes en Centroáfrica. Fue llevada al cine por John Huston en una película interpretada nada menos que por Errol Flynn, Trevor Howard, Juliette Greco y Orson Welles. Como siempre, hubo murmuraciones sobre que había obtenido el premio por ser un héroe de guerra y persona muy cercana a la influyente editorial Gallimard.

«¿De qué vale triunfar en todo si tu madre ya no puede verlo?»

Entonces nuestro hombre logró algo que nadie había conseguido antes ni parece probable que logre después. Inventó un escritor rodeado de secreto, Émile Ajar, a quien nadie conocía y del que no existían fotos o entrevistas: pues bien, este autor fantasma ganó también el Goncourt con La vida ante sí, una de las obras más notables de la literatura francesa de posguerra, además de publicar un puñado de novelas magistrales que los coristas más bobos siempre le mencionaban a Gary como ejemplo de una maestría de nuevo cuño que él, ya anticuado, nunca podría alcanzar…

Vamos a La promesa del alba, un relato autobiográfico publicado en 1973 (hay traducción española en De Bolsillo). Cuenta principalmente su adolescencia en Niza y sus primeros años en la aviación de la Resistencia francesa, pero sobre todo habla de su madre, Mina. Una judía enamorada de Francia, actriz de limitado talento, convencida insobornablemente de que su hijo alcanzaría las más altas cotas de la gloria artística y social, para lo cual estaba dispuesta a sacrificar su vida entera en menesteres nada ilustres con tal de sacarle adelante.

La pugna de Romain tratando por todos los medios de alcanzar el alto destino que su madre da por seguro y que se le resiste, mientras le oculta sus fracasos, está llena de emoción y de humor. Ella, generosa y fantaseadora, hipermadre si las ha habido, muere antes de que su hijo llegue a ser todo lo que ambicionaba, aunque después de haber transformado sus menores éxitos en atisbos de la gloria que le correspondería. Y Romain Gary, que llegó a ser todo lo que Mina estaba segura de que conseguiría ser, sintió siempre la íntima punzada de no haberle podido dar a su madre la plena satisfacción que ella quería. ¿De qué vale triunfar en todo si tu madre ya no puede verlo?

Como ya hemos dicho, la vida de Romain Gary fue muy compleja. Amó a muchas mujeres y defender lo femenino en el mundo (poco que ver con lo hoy llamado feminista) fue su tarea principal, como debe ser la de cualquier varón inteligente. Estuvo siete años casado con la deliciosa y atribulada Jean Seberg, único motivo por el que nunca olvidaremos À bout de souffle. En La promesa del alba, Gary escribió: «El mayor esfuerzo de mi vida ha sido siempre llegar a desesperarme completamente. Pero no hay nada que hacer. Siempre hay en mí algo que continúa sonriendo». A comienzos de diciembre de 1980, Romain Gary se quitó la vida, se suicidó o se marchó, lo que ustedes prefieran. Si aún viviese, su madre nunca le habría dado semejante disgusto.

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