THE OBJECTIVE
José Antonio Montano

El lío del alioli

«Siempre hay un momento en que me abandono un poco, y entonces me clavan la puñalada de alioli por la espalda»

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El lío del alioli

Carlos Ramírez | Unsplash

Tengo un problema con el alioli. Y el mundo tiene un problema con mi problema con el alioli. Mi hermana me lo dijo muy seria en la última comida familiar: «Tienes que resolver lo del alioli». Y Alberca lo soltó la otra noche cuando cenábamos con Arias y Bosco: «A Montano solo le he visto enfadarse con lo del alioli». Bosco me conoce poco y aún lo desconocía, pero Arias me conoce lo suficiente como para conocer lo del alioli.

Le tengo fobia, simplemente. También a la mayonesa. De hecho, siempre que diga aquí alioli entiéndase también mayonesa. Y todos los pegotes cremosos que te ponen en los platos sin que los pidas. Aquí está la clave de mi alteración: que te los ponen sin que los pidas. Pides un plato, en el que no se especifica que lleva alioli, y te lo traen con alioli. Pides una cosa sin haber pedido alioli y te la traen embadurnada de alioli, o con el pegote de alioli al lado pringando una parte de la cosa, que pronto, en los platos compartidos, con el pinchoteo desordenado, se habrá extendido por toda la cosa, que quedará como un Pollock de alioli.

Después de toda una vida sufriendo el alioli no precisamente en silencio (he montado muchos pollos por esos Pollocks), no pido absolutamente nada sin advertirle al camarero que lo que pido no debe llevar alioli, ni mayonesa ni ningún tipo de salsa ni pegote cremoso. Retengo al hombre lo que sea necesario hasta que me jure que no llevará nada de eso. Mis amigos están acostumbrados a mis retahílas, como de policía de serie americana, y no hay comida que no empiece sin sus guasas al respecto. Me resigno a ellas, porque esas guasas no son nada comparadas con la broma pesada del alioli.

No estoy orgulloso de mis pollos, naturalmente. De hecho, mis retahílas (en verdad neuróticas y ridículas) son para evitarlos. Pero ocurre que cuando más a gusto estoy en una reunión, relajado, con la guardia baja, y se me olvida formularlas, mi plato aparece (¡indefectiblemente!) con el alioliesco pegote. Y ahí estallo. Me desplomo desde el increíble buen rollo a un mal rollo abominable. Desplome «condimentado» con improperios y maldiciones de todo tipo, que suelen terminar con la petición a gritos de la bomba atómica a Ahmadineyad. (Solo nos ha librado de la aniquilación el que Ahmadineyad lleve años fuera de la presidencia iraní.)

Lo que me colapsa es justo eso: la batalla por que no te traigan por defecto lo que no pides. Son los aficionados al alioli, la mayonesa y demás pegotes cremosos los que deberían pedir su aditamento, y no que nos crucifiquen con él (¡por defecto!) a los que pedimos un plato en que no venía enunciado. Está tan mal hecho esto, es un error tan gigantesco del mundo, que me saca de quicio. 

Es un problema sin solución. Me obliga a estar pendiente y no olvidarme de que lo tengo que especificar. Y así lo hago la mayoría de las veces. Pero siempre hay un momento en que me abandono un poco, y entonces me clavan la puñalada de alioli por la espalda.

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