El mundo sin Trump
«Lo más ilusionante no fue la victoria de Biden, sino la derrota de Trump; lo que empieza no es tan importante como lo que acaba. El populismo identitario pierde su principal plaza y el mundo (casi) entero celebra que el aprendiz de tirano abandone la Casa Blanca»
Lo más ilusionante no fue la victoria de Biden, sino la derrota de Trump; lo que empieza no es tan importante como lo que acaba. El populismo identitario pierde su principal plaza y el mundo (casi) entero celebra que el aprendiz de tirano abandone la Casa Blanca. Convengamos que todo en los últimos días ha sido demasiado cursi y demasiado exagerado. La prensa internacional se ha beneficiado de la prehistórica metodología de recuento de votos y ha podido alargar la retransmisión de las elecciones impostando un aliento de remontada épica. No me dirán que no es irónico que se despida al producto fetiche de la televisión-política basura con un despliegue inaudito de infotaiment. Pero el 2020 está siendo un martirio y el mundo necesitaba una alegría.
En España, los odiantes de todas las izquierdas han lamentado la victoria de Biden. Concebían a Trump como un dique de contención de sus temores y, sobre todo, como la némesis rubia de todo lo que odian: el socialismo, la corrección política y los antifascistas de salón. No sin razón, les resultan ridículos quienes un día portan pancartas de Black Lives Matter en Teruel y otro aplauden al portavoz de EH Bildu. Ver a un necio enfurecido, aunque sea por Trump, siempre es un espectáculo divertido.
Pero no debemos perder de vista que lo importante no es qué resultado irrita más a Irene Montero o al establishment woke, sino qué es mejor para España. Trump era peligroso, y no sólo para quienes estamos vinculados a Estados Unidos. Como europeos, la cuestión no deja lugar a dudas: su nacionalismo identitario y comercial nunca nos hubiera beneficiado. Tampoco su falta de fe hacia el multilateralismo, ni su apoyo tácito al Brexit. En cuanto a la política doméstica, no veo qué atractivo puede tener una administración que aviva el racismo, criminaliza la inmigración, desprecia a las mujeres, segrega y enjaula familias en la frontera, es incapaz de condenar la violencia de sus seguidores y denigra las instituciones como no había hecho ninguno de sus antecesores. Trump ha sido un mal sueño de la democracia.
Joe Biden deberá suturar la herida que recorre su país y asumir que esa herida no la abrió Trump, aunque se aprovechara de ella: para que un político canalice la ira, ésta tiene que precederle. La herida es profunda, y curarla exigirá la firme voluntad de ambas orillas. La polarización ha alcanzado con Trump extremos peligrosos y la reconciliación pasa por reconocer la legitimidad y el derecho a existir del adversario. Sin Trump, esto será más sencillo: confiemos en que el partido Republicano lo abandone como a un Nerón irremediable. El mundo entero observará a Biden para comprobar si la democracia liberal puede resucitar tras el paso del autoritarismo populista.
El reto interno de Biden nos conduce a la incógnita global: ¿significa la derrota de Trump el comienzo del fin del populismo? ¿Podemos soñar con el cese de las tentaciones iliberales? Los regímenes iliberales han perdido su adalid, pero queda su leyenda. Esta vez nos hemos salvado, pero aprendamos, de una vez por todas, la lección: las democracias son mortales. Y en el siglo XXI mueren desde dentro.