THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

El sello del rey

«Pero al modernizarse la institución monárquica y acercarse de todas las maneras posibles a una sociedad que es la suya, también ha contribuido a la desmitificación del tabú y lo que es más importante, del poder antiguo que emana de la corona»

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El sello del rey

EFE

Última hora: el ayuntamiento de Barcelona ha colgado un sello del rey de España en el salón de plenos para cumplir con la sentencia del Tribunal Supremo, que obliga a reponer al monarca en dicho salón. La alcaldesa Colau ha tardado en encontrar un solo sello con la figura del Rey en los estancos de Barcelona. Las causas han sido, principalmente, dos, ustedes elijan el orden de prioridades. Una es que en tiempos de whatsapp y correo electrónico, apenas se escriben cartas. Otra que misteriosamente los sellos del Rey han ido desapareciendo de los estancos de Cataluña.

El misterio de los sellos del Rey: próxima novela de Carvalho resucitado. En ella el detective de Vázquez Montalbán tendrá que aclarar una complicada trama con atentados en el interior del templo de Montserrat y exhumación y expulsión de los cadáveres del Tercio del mismo nombre, en cuyas filas se alistó el gran Martín de Riquer, quien tanto patrimonio documental catalán salvó de su destrucción. Por supuesto habrá herencias secretas y viajes a Andorra en busca del rosario perdido y los deportivos escacharrados y comprados a cien euros. La solución, nunca y en la isla de Nevermore.

Hasta aquí la fantasía mientras a mi alrededor sopla el siroco y la temperatura sobrepasa los cuarenta grados. De aquí a un par de horas saldré al jardín a regar plantas y árboles, como un monje en la Argelia de los años 50. Por supuesto la alcaldesa de Barcelona no ha comprado ningún sello del Rey y no sé si en los estancos de Cataluña abundan; en cuanto a la novela de Carvalho –resucitado por Carlos Zanón– todo podría ser y nada será tampoco. Hay tabúes y hay tabúes.

La monarquía no lo es. Y no lo es, curiosamente, para los que más tabúes tienen. La monarquía está empezando a ser un pato de feria al que se le tira de todo por parte de aquellos que tienen la piel finísima para sus asuntos ideológicos, políticos y personales y no se los toques que te vas a enterar. Para los que pueden difamar y burlarse de aquel que no piense como ellos: o sea del rey abajo todo quisque que no participe de las bondades del Procés y sus aledaños. Ahí nos podemos reír del nombre, de los hechos y de lo que sea, aunque sea inventado. Por humor que no falte, que somos muy graciosos con los demás. Ya ocurría en los años de plomo en el País Vasco –las sonrisitas abertzales cuando ETA atentaba contra quien fuera– y en fin.

Pero al modernizarse la institución monárquica y acercarse de todas las maneras posibles a una sociedad que es la suya, también ha contribuido a la desmitificación del tabú y lo que es más importante, del poder antiguo que emana de la corona, algo que sus enemigos no soportan más que en una serie de Netflix o en Juego de Tronos, que les gusta mucho. Aún así, cuando la alcaldesa Colau mandó retirar el retrato del Rey lo hizo por ‘la sobredimensión simbólica de la monarquía’ (sic)… Mujer, si de eso se trata, precisamente: de lo simbólico en la dimensión que se quiera, pero simbólico. Como posee una sobredimensión simbólica una vara de alcalde, o el sillón del presidente del Supremo, o el frac de un director de orquesta, o si me apuran y ya puestos en obviedades, el chándal de su personal trainer: el valor de los símbolos. Si no tuviera lectura de verano, léase la alcaldesa el Diccionario de Símbolos del poeta barcelonés Cirlot –hay edición en Siruela– y adéntrese después en otros textos canónicos al respecto. Los símbolos: ¿quién determina su sobredimensión? ¿Con qué vara de medir? Y más aún: ¿es por su sobredimensión simbólica que deben retirarse, o es precisamente su mayor carga simbólica en la historia de un país o de otro lo que los hace necesarios?

En el ayuntamiento de Barcelona no han colgado un sello del Rey, pero sí un retrato –dice El País– del tamaño de un folio, perdido en la inmensidad de una gran pared vacía: esa es la foto que he visto. También el tamaño y el lugar de su colocación tienen una sobredimensión simbólica y se parecen a un exilio en la taiga siberiana. Aunque puede que me equivoque y no sea más que otra forma de respeto debida a la nueva concepción decorativa que nos invade, donde lo importante es el vacío y los espacios. Si es así, disculpe la señora alcaldesa de Barcelona mi torpe y apresurada incomprensión.

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