El ruedo ibérico
«Ojalá podamos seguir soñando con alguna tarde de toros como aquellas que Belmonte ofreció a intelectuales, republicanos, monárquicos y al pueblo»
«Bienaventurados los insumisos.
Ni la justicia con sus manos ciegas,
ni la bondad de ojos efímeros,
ni la obediencia entre algodones sucios,
ni el rencor que atenúa
la desesperación de los cautivos,
ni las armas que arrecian por doquier,
podrán ya mitigar esas lerdas proclamas
con que pretenden seducirnos
aquellos que blasonan de honorables.
Quienquiera que merezca el rango de insumiso
descree de esa historia y esas leyes.
El poder de los otros
nada sino desdén suscita en él.
He aprendido a vivir al borde de la vida».
José Manuel Caballero Bonald
Cuando Caballero Bonald escribía esos poemas de su Manual de infractores los que estaban en el poder no eran los mismos. Da igual, son intercambiables. Los de la secta prohibicionista, los sectarios, siguen siendo herederos de secuaces, soldadescas, clerecías y tribus que con sus soflamas, sus leyes quieren prohibir lo que a los insumisos de sus órdenes nos permite vivir ilusionados durante unos lances detenidos, una música callada y emocionada. Al menos durante unos instantes antes de la frecuente decepción. Nos vale, no pedimos la instauración de la felicidad permanente. Solo que no se empeñen en retirarnos, por la presión y la ley, algunos de nuestros más ancestrales ritos.
Decía Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana que «los españoles son apasionados por el correr los toros». Ni todos, ni tan apasionados. Más bien unos pocos millones que todavía, venciendo nuestro escepticismo, acudimos a ese viejo rito de nuestro ruedo ibérico. Una larga batalla que todavía no han ganado los herederos de aquellos teólogos de la contrarreforma, aquellos canonistas de muchas inquisiciones, que intentaron con coerciones morales y otras amenazas inquisitoriales que el rey Felipe II suprimiera por decreto la costumbre de «correr toros». La fiesta cambió, se dio reglas, se modificaron rituales, se embellecieron vestimentas, se construyeron plazas y se hizo un arte que forma parte de nuestra forma de ser y de gozar. Solo para los que así lo sintieran, ni fue asignatura obligada, ni celebración compartida con los que no gustaran de ella. La historia es larga y está contada, pintada y versificada por los mejores.
Algunos seguimos acudiendo desde la primavera al otoño para soñar que es posible disfrutar de ese heroísmo de juego, de ese juego de heroísmo. Como decía Bergamín, otra vez él, «para convertirse en fiesta nacional las corridas de toros tuvieron que degenerar castizamente, corromperse como el teatro birlibirloquesco del siglo XVIII. La careta nacionalista, feamente pintarrajeada de casticismo, oculta, en ambos casos, la bella faz humana -y divina- de un espectáculo popular, es decir, aristocráticamente clásico. El pueblo siempre es minoría». Un peculiar juego dónde peligra la vida del jugador, una verdad llena de engaños. Una parte de nuestra cultura que el cortejo triunfal de bienpensantes, de moralizadores de izquierdas, de escandalosos de la derecha que, con tanto ruido y furia, pretendan impedir que la fiesta sea, sonora o callada, un momento alegre de nuestra huida de los mentecatos y sus catecismos.
«Que prohíban los toreros en vez de los toros, no puede ser. Prohibido prohibir»
Recordaba Fernando Savater, para él son estas líneas sueltas, una de aquellas irónicas frases de Mark Twain contra prohibiciones y prohibicionistas: «Adán era simplemente humano, eso lo explica todo. No deseó la manzana por la manzana misma, la deseó porque estaba prohibida. El error fue no prohibir la serpiente, entonces se hubiera comido la serpiente». Que prohíban los toreros en vez de los toros, no puede ser. Prohibido prohibir.
El domingo hay elecciones en Cataluña, Lérida incluída -perdón Lleida- incluso en Reus, el pueblo de mi padre y no tengo muchas esperanzas de que salga un resultado que nos anime a pensar que volverán aquellas tardes de la Monumental. Aquellas comidas en Casa Leopoldo, felizmente renacida, dónde en compañía de Néstor Luján, Xavier Domingo o Vázquez Montalbán, comíamos y bebíamos antes de la corrida. No olvidaremos a Rosa, casada con un novillero y artífice de mantener aquél ambiente tan barcelonés, catalán sin avergonzarse de lo español. Manolo no gustaba de los toros pero si del buen beber, comer y charlar de antes del festivo rito. Allí se recordaba a Sagarra, el viejo, amante de los toros y amigo de toreros.
El admirador de Francesc Pujols, humorista, pensador, provocador y excesivo -también admirado por Dalí- seguimos confiando que algún día, en algún rastreo por librerías de viejo, encontremos su libro: El nuevo Pascual o la prostitución. Es Pujols autor de algunas definiciones del «ser catalán» que sin duda deberían entrar en campaña, no importa en qué partido. ¿O en todos? Haciendo futurismo vio claro que llegaría «el día en que los reyes de la tierra vendrán a ponerse de rodilla ante Cataluña… Cuando se mire a los catalanes, será como si se mirara la sangre de la verdad; cuando se les de la mano, será como si se tocara la mano de la verdad… Muchos catalanes se pondrán a llorar de alegría… porque por ser catalanes, todos sus gastos, allá dónde vayan, los tendrán pagados».
Esto arrasa en Olot y, si la cosa tira para adelante, yo pediré mis derechos de hijo de catalán. Pero no se me amontonen que todavía no está claro. Ni todo perdido. Algo tan genuinamente español como el Santo Oficio regresó a Cataluña por la fuerza de la inquisición y cuando con discreta mayoría se aprobó en la Parlamento de Cataluña la prohibición de las corridas de toros, Savater escribió un recordado artículo con motivo de tan «fausta» fecha. Tan triste para muchos. Pero así son las mayorías democráticas. «Si el poble vol bous, bous tindrá».
Empieza la feria de San Isidro, después de parar en la barra de La Venencia, llegaremos a la Cantina del Ateneo. Allí volveremos a comer carne gobernada, plato tradicional de la cocina asturiana que muchos recordamos de aquél restaurante excelente y honesto, El Garabatu donde parábamos jóvenes apóstatas y razonables que ya seguíamos al autor de La infancia recuperada. Han pasado muchas décadas y seguimos disfrutando, dónde sea, del verbo y la escritura libre, no tachada, de nuestro filófoso capaz de inquietar, provocar y seducir a jóvenes de cualquier edad.
«Desde aquella primera corrida, Valle-Inclán quedó atrapado en la emoción, el arte y la valentía de Belmonte»
Ciudadanos libres y mudables que, libres de iglesias y censores, tendremos el placer de compartir esa carne gobernada, ahora rescatada por la imprescindible Beatriz Álvarez, asturiana del mismo centro de Paniceiros. Defendiendo el espíritu de Juan de la Encina, comiendo y bebiendo porque quizá mañana ayunaremos. «Es preciso aprender a blasfemar a la altura de los tiempos: a blasfemar contra la ciencia, contra el progreso y el progresismo, contra el populismo». Que quede claro que esas propuestas nuestro invitado serán en la sobremesa y voluntaria asistencia.
Algunos después iremos a los toros desde el Ateneo, no buscando el escándalo, ni el grito, deseando recuperar la fascinación que otro ateneísta como Valle-Inclán sintió una tarde que desde allí salía para ver torear al joven Belmonte. Después de esa tarde los dos amigos se profesaron mutua admiración. Valle desde aquella primera corrida de Belmonte y quedó atrapado en la emoción, el arte y la valentía que trasmitía aquel «hombre que, lejos del toro, es feo, pequeño, encogido, ridículo, sin belleza pero que al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra, y nos emociona». Ya saben aquello que, cuando Belmonte seguía triunfando, haciéndose más, grande, famoso y rico, una vez le dijo el gallego al trianero: «Juanito, estás en plena gloria, ¡ya no te falta más que morirte en la plaza!». A lo que el torero contestó: «Se hará lo que se pueda, don Ramón».
Con mala salud hasta poco antes de morir el dramaturgo seguía acudiendo a los toros para ver a su amigo torero. Le aconsejaban que ya no debía vivir esas emociones y cuidarse más. Contestó: «Iré siempre a verle torear, porque quiero aprender a bien morir». Murió pronto, no tuvo un buen morir seguido de un horroroso entierro. Belmonte, bastantes años después, murió por su propia mano sin cumplir con aquella teatral broma de Valle.
Ojalá podamos seguir representado a Valle y soñando con alguna tarde de toros como aquellas que Belmonte ofreció a intelectuales, republicanos, monárquicos, liberales y al pueblo que podía disfrutar con su fiesta. Otro tiempo, otro país. Dicho sin nostalgia pero sí con envidia taurina.