De himnos, fútbol y potros
«Nos ha llegado la hora de tener un himno capaz de unir a todos los que crean que merecemos la pena, que somos libres y a veces ganamos batallas o partidos»
«…Al escuchar ‘La Marsellesa’ más allá
de lo que cada uno opine
del júbilo de los pocos años
o del esforcismo maduro
algo se levanta en nosotros
orgulloso resuelto arrastrándonos
en un estallido de libertad
contra todo agravio…»
José María Álvarez.
Una vez más La Marsellesa nos produce exaltación de sentimientos y envidias de letras y músicas. Después de escuchar la manera apasionada de cantar el himno francés por su multicultural selección nacional, dan ganas de tomar Europa, beber champán, escribir El rojo y el negro, volver al Café de Rick, ganar a los alemanes, subir el Tourmalet, ser los reyes del Roland Garros, tomar Berlín, fichar a Mbappé– mejor no, todo para ellos- o intentar cambiar a Griezmann por Lamine Yamal.
Cuando la otra noche veíamos el fútbol en casa de amigos, talismanes de partidos y otras navegaciones -y capaces de estar felices y matrimoniados con distintas camisetas- nos acompañaba una sobrina, que después de haber sido la primera novia adolescente de Morata y de recordar sus tímidos iniciales castos besos, todavía conserva la moral en nuestro capitán, en su capacidad para el beso de verdad y el gol por llegar. Entonces todo es posible. Y nos crecimos. Nos acordamos de que la esperanza es una cosa con plumas, que vuela y sueña libre.
Después de superar el canto de La Marsellesa, con esa hermosa y pretenciosa letra, esa maravillosa música que te hace sentirte fuerte en campos de batalla o en madrugadas de copas y risas; después de esa grandeur sonora tan universal, le tocaba el turno a nuestro himno. Esa Marcha Real con poca marcha, dudosa realeza y con una no letra: chunda, chunda, tachunda, tachunda, chunda, chunda…. que nos colocaba, una vez más, a la altura poética de Kosovo o de San Marino.
Ver esas caras de nuestros futbolistas mirando hacia ninguna parte, con ningún horizonte, ningún niño de la patria, ningun día de felicidad anunciada, lo fácil es pensar que la cosa no está fácil. Que sin letra no emocionamos… Sin embargo, no importa, ellos por dentro estaban pensando y cantando Potra salvaje, de Isabel Aaiun o/y en el Resistiré, de Montoro que mucho sabe de deportes, triunfos y derrotas, que ya cantaron sus abuelos. Quizá con esos himnos de vestuarios y de calle, podamos conquistar Berlín y acallar a los fundadores de la disciplina, a los iniciadores del futbol. No importa que hayan entonado que Dios está con ellos y salvará a su Rey.
Nosotros, es decir, esos jóvenes hijos de la emigración y del polígono, los que ganan la copa, son también los primeros merecedores de un himno con letra y música que haga atronar corazones, patria y municipios. Lo merecen, lo merecemos, aunque sea para levantar dignamente las cabezas y los corazones también a la hora de las derrotas. Los himnos unen mucho en las derrotas. Nos preparan para saber perder. No siempre tenemos que ser nadales, ni induraines, alcaraces, madridistas ni esas marcas del saber ganar. Los corazones atléticos o alcoyanos, los poulidores o moratas, también sabemos emocionarnos con el himno de saber ganar y perder.
«No solo de cantos e himnos de hondas raíces se hacen las victorias»
Es el momento de tener una letra estilo marsellesa. Y cantada como ya no pudo escuchar en Múnich el querido poeta José María Álvarez. Él, que tanto había explorado, tuvo que morir el día de nuestra victoria contra los orgullosos cantores marselleses. Lo recordaré hímnico y cercano, con Cavafis y Pound, y por ellos brindaremos después de haber escuchado nuestro chunda, chunda compitiendo con el poderoso himno británico, que es de origen francés, compuesto por el alemán Händel y con letra de poeta inglés. Lo cantarán de Gibraltar a las Malvinas. Pero no solo de cantos e himnos de hondas raíces se hacen las victorias.
Creo que nos ha llegado la hora de no ser tan diferentes. La hora de tener un himno capaz de unir a todos los que crean que merecemos la pena, que somos libres y a veces ganamos batallas, festivales, juegos o partidos. Muchas veces se intentó, muchas veces nos engañaron. Más que Paquita la del Barrio a su marido, pero ya nos toca tener un himno por placer. Y, como decía Gila: al que no le guste que se vaya del pueblo. Que se vayan con Vox o con los estalinistas. O que se queden sin dar el coñazo, ni la prédica, ni la lección patriótica, ni la persecución, ni la censura. Qué canten los que quieran, los que sepan o los que aprendan.
Yo, como José María Álvarez años antes, también me fui a París para desaprender el Cara al sol y aprender La internacional y/o A las barricadas. Me gustaban, me gustan, los himnos. Ya nos sabíamos los de la iglesia, los de la Falange, los tradicionalistas, los marselleses, los de San Fermín y los de Asturias, patria querida. Ahora tocaba quitarnos de españolidad y sabernos los prohibidos. Nunca conseguí pasar de unas estrofas de los himnos rojos, pero nunca se me olvidaron los azules, ni los cánticos de iglesia. La patria, y los cánticos, deben ser la infancia. No siempre, no para todos.
Mi querido Jon Juaristi, es un memorioso de himnos y de muchas más historias, intrahistorias y otras melancolías. Con él, y con Luis Alberto de Cuenca, me reí y disfruté con historias hímnicas, intentos fallidos y voluntades al viento de poner letra a nuestro himno.
«El ‘Cara al sol’ quiso ser de guerra y amor, sin odio, con muchas estrellas y soles. Terminó mal»
El Cara al sol, lo hicieron unos poetas en un bar vasco de Madrid, Or-Kompón, habían sido convocados por José Antonio Primo de Rivera y Agustín de Foxá y a la música de Tellería -maravillosa familia que tiene una historia por contar- la firmaron Ridruejo, Alfaro, Miquelarena, Sánchez Mazas, Mourlane Michelena y el marqués de Bolarque. Quiso ser de guerra y amor, sin odio, con muchas estrellas y soles. Terminó mal, como tantas imposiciones, tantos poetas metidos a políticos y salvadores. ¡Qué país Miquelarena!, como le decía su amigo Mourlane. El muy futbolero Miquelarena terminó tirándose a un metro en París, esa también es otra historia.
Después de tentativas varias de poner letra a nuestro himno -desde Prim a Marta Sánchez, de Marquina a Sabina (que es un gran autor de himnos no consumados)- hay un intento que mereció haber fructificado. También fueron poetas, pero no eran del mismo partido, ni la misma edad, ideología o acento. Eran distintas formas de amar a España, de creer que su historia merece la pena, merece himno y poema. Y así, más relajados que serios y sin que les amenazaran con aceite de ricino si no acudían a la cita, se congregaron en La Moncloa -después de los tiempos de La Bodeguilla- provocados por Aznar y convocados por Juaristi.
De aquellas citas en perfecto estado de no revista, invitados a comer, beber, escribir y trabajar, salieron algunas estrofas de un himno que me gustaría cantar yo y que cantaran otros. La selección nacional de poetas estaba compuesta por Jiménez Lozano, Joan Margarit, Abelardo Linares, Jon Juaristi, Luis Alberto de Cuenca y Ramiro Fontes. Centro, norte, este y oeste, Españas abiertas, españoles de varias lenguas, de sensibilidades y sin ñoñerias, ni banderías. No fue posible.
Parece que Jiménez Lozano no estaba muy creativo ni trabajador hímnico. Y, sobre todo, que el poeta Joan Margarit -premio Cervantes de las letras en castellano traducido de su catalán- no veía claro esa historia de participar en un himno español. Su ser catalán, antes que nada y según y cuando, le llevaron a desmarcarse en la segunda cita. La primera excusa fue que la música parecía franquista. Aunque se le recordó que la Marcha Real o Marcha de Granaderos era de los tiempos de Carlos III, él siguió empeñado en confundirlo con el himno del franquismo con la letra de José María Pemán. No pudo ser. No fue. Me gustaría mucho, que además que en los vestuarios canten potras y resistencias, pudieran cantar al comienzo aquella letra que nunca se cantó:
«Canta España
Y al viento de los pueblos lanza tu cantar
Hora es de recordar
que alas de lino
te abrieron camino
de un confín a otro del inmenso mar.
Patria mía
que guardas la alegría de la antigua edad
florezca en tu heredad
al sol de Europa
alzada la copa
el árbol sagrado de la Libertad”
Pues eso, que viva la Pepa, que vivan «los ciudadanos ni héroes ni villanos», los futboleros, los futbolistas, los tenistas, los fieramente humanos, que vivan el Peñón y Lepanto, que viva la selección, la invencible manque pierda. Qué manera de ganar.