THE OBJECTIVE
Javier Rioyo

Elogio de la tortilla y otros vicios

«Hagamos un mapa de las tortillas de patatas y haremos la mejor ruta turística. Y también sepamos dar la vuelta a la tortilla. No seamos vagos ni pusilánimes»

El verso suelto
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Elogio de la tortilla y otros vicios

Ilustración sobre comida. | Alejandra Svriz

«Para ser mozo y galán,

y al parecer bien nacido,

muchos desmayos os dan;

señal de que habéis comido

mucha liebre y poco pan».

Miguel de Cervantes

En los tiempos cervantinos no existía la tortilla de patatas, también conocida como tortilla española entre no separatistas y amantes en general de la cocina cristiana de occidente. Cocinar hizo al hombre. Y al español, mozo, moza, galán o galana, también le hicieron los prejuicios religiosos y el ajo. Pervive una cocina del Quijote, que hoy felizmente seguimos disfrutando con las variaciones del tiempo, los productos del mercado y la fisiología del gusto. Somos diversos en nuestras fiestas, nuestros ritos, nuestros mitos y nuestra cocina. Pero si tuviéramos que buscar un plato nacional, español, que haga patria, no creo que haya otro que nos identifique más que la tortilla de patatas. Hay buena cocina dónde se hace una buena tortilla de patatas. No es fácil pero no todo está perdido. Tampoco en la tortilla, como en el flamenco, soy purista. De Antonio Mairena o de Camarón, la de Caracol o del niño de Elche, de la Paquera de Jerez o de Rosalía. El flamenco, como la buena tortilla, todo lo admite.

Estoy en Palencia, una de las patrias de la tortilla de patatas, dónde con alguna preocupación leo en primera página del Diario Palentino, que se jubila Ciri González, cuatro veces campeona de España de la tortilla de patatas y al frente de un restaurante que es referencia de la comida castellana.

La desaparición de algunas barras, cafés o restaurantes dónde uno hizo patria y fue feliz me pone en guardia sobre nuestra identidad. Mi patria son mis bares. Mi forma de ser español es intentar que se mantenga un estilo, un arte de comer y beber. Me preocupo y me inquieto cuando uno de esos símbolos se cierra o se jubila. Hoy me toca reivindicar la tortilla de patatas. La misma querida compañera de fiestas y celebraciones populares que, en días festivos como éstos, nos acompañaba en tartera, en platos de duralex o en bocadillo con pan candeal. Somos nuestras tortillas de patatas. Lo somos desde que la patata, que había venido de América, sirvió para paliar las hambrunas de occidente, en Irlanda, Alemania o en nuestra península. Si nuestra historia culinaria tuviera que llevar un emblema patrio representativo en un escudo unificador creo qué a ninguna comunidad, a ninguna de nuestras nacionalidades ibéricas, son ajenos a la tortilla de patatas.

Verdadero símbolo una España preconstitucional y también muy constitucional. Vayamos todos, y yo el primero, por la senda de la libertad constitucional de la tortilla española y sus muchas interpretaciones. En Villanueva de la Serena dicen ser los inventores. Uno de aquellos nobles latifundistas quiso paliar las hambrunas de la población con plato sencillo y barato. Ahí surgió a finales del XVIII la primera aproximación a la tortilla. Otros aseguran que la que más se pareció a la que pervive fue la del carlista Zumalacárregui, que mandó cocinar para la tropa y él en vanguardia, en algún lugar entre Navarra y el sitio de Bilbao. El carlismo, principalmente, se movió por el País Vasco, Cataluña, el Maestrazgo aragonés y Galicia. Es decir, que la tortilla de patatas, nació como un alimento tradicional y monárquico. Nuestros más populares, populistas, borbones fueron muy de tortillas de patatas. El pueblo también. Y no hemos parado.

Enarbolemos la bandera unificadora de El Corte Inglés – idea que escuché en tiempos muy pasados a Arcadi Espada– y en el escudo ponemos una tortilla de patatas, eso sí, al gusto de mozos, mozas, mossos y escuadras. A sus responsables, los políticos social progresista nacionalistas, les deberíamos hacer la prueba de la defensa de la tortilla de patatas en vez de hacer que juren o prometan en falso la Constitución. En sus meditaciones Marco Aurelio hablando de los políticos decía que «hay que ver cómo son para comer, dormir, fornicar, evacuar y lo demás. Y luego ¡cómo se las dan de machotes, que orgullosos, irritables y criticones, con su aire de superioridad». Yo me conformo con ver qué hacen ante una tortilla española- de cualquier comunidad- de patatas.

«Me gustaba Suárez, pero no me fiaba de su afición a la tortilla francesa. Defecto que compensaba con fumar»

Algunas tortillas de mi historia

No me fiaba, no me fio, de los sobrios que no beben o que no gustan de una tortilla de patatas. Me refiero a los compañeros de viaje de lo que llamamos España. Me gustaba Suárez, pero no me fiaba de su afición a la tortilla francesa. Defecto que compensaba con fumar. Tampoco me fiaba de Guerra, estaba muy delgado, comía regular y no bebía bien, me contaban. Los míos eran más esos socialistas o liberales democráticos que nos encontrábamos en lugares de tortillas, de callos, de cocidos o de bacalaos. La cata era amplia de San Sebastián a Cádiz, de Betanzos al Ampurdán, de Cuenca a León. No nos fiamos, algunos, en una cena que después del concierto de Rosa Torres Pardo, ofreció en la casa de Robles de Laciana de Eduardo Arroyo.

Tortilla de patatas, truchas de río y quesos para el invitado, un joven Zapatero sonriente y amable, que mantuvo el cuerpo y el talante en el mejor estilo de no comer, ni beber. No recuerdo si iba o venía de Babia. Lo que estoy seguro es que todavía no estaba tan venezolano, ni tan marroquí. Dos países que conoció y disfrutó muy bien otro socialista, el que cambió todo después de la famosa foto de la tortilla, Felipe González. El mismo socialista que sabe beber, fumar y comer. Roussoniano que ya entonces desconfiaba de esos falsos abstemios que, Juan Jacobo dixit, «la reserva excesiva en la mesa suele revelar costumbres fingidas y doblez en el alma». Hay una relación, unos recuerdos y unos amigos en Venezuela o en Marruecos de Felipe muy diferentes a otras relaciones de esta casta socialista sin tortilla, ni habanos, ni vinos que merezcan una socialdemocracia y unos decentes socialdemócratas o lo que se quiera ser y estar.

Cuando fuimos progres y sociatas nos gustaban muchos de aquellos que cambiaron tantas cosas. Algunos estaban en la famosa foto de la tortilla. El meollo de los socialistas andaluces de entonces, los que apuntalaron la constitución del 78 y los que empujaron al cambio del país. Aquella foto de la tortilla del año 74, que se hizo con la cámara de Pablo Juliá, fue el símbolo icónico de un grupo de amigos, que vapuleados por el sector obrerista socialista, con sus compañeras y amigos, se dejaron invitar por el joven González a unas cervezas y unos quesos que había traído de la Borgoña en una quedada convocada por un joven que renovó, en compañía de otros, el socialismo. Ni hubo tortilla, ni con cebolla, ni sin cebolla, ni con patatas, ni camarones. Hubo risas y complicidad. Ganas de cambiar la tortilla, de echarle huevos nuevos a esa sartén vieja y herrumbrosa que venía de duras tortillas imperiales, de franquismo con aceite y ricino.

«Y todo cambió. Felizmente algunas tortillas resistieron. Otras se transformaron»

Y todo cambió. Felizmente algunas tortillas resistieron. Otras se transformaron. Soy un fiel muy abierto, vamos casi un infiel. Al lado de las tortillas maternas- incluida la madre aragonesa de Luis Alegre– uno recuerda las de alguna taberna gallega, las melosas de José Luis, la humilde exquisita de Ardosa, acompañada de callos en La Ancha y la vaga, exquisita y añorada, de Sacha Hormaechea, el hijo de la gran Pitila y vecina del recordado Pedro Larumbe, que tantas noches de socialismo tortillero, de risas con huevos fritos, que tanto le gustaban a Arzac, nos hicieron pasar antes de que llegaran estos comedores de pacotillas y platos rápidos. También tomas croquetas de mala masa y ensaladilla rusa porque creen que es más progre. O quizá no es eso.

Es posible que los amigos de Illa, sus mossos y mossas, sus compañeros de viaje, tengan el problema que Emerson encontraba en Thoreau– ya le explicaré a un gran comunicador de masas aborregadas y que vivió décadas cerca del eremita, quien fue, qué hizo, este gran tipo tan aburrido- :«La desgracia de Thoreau es que carece de apetito. No come ni bebe. ¿Qué puede tenerse en común con alguien que no conoce la diferencia entre el helado y la col y que no tiene ninguna experiencia con el vino o la cerveza?»

Pues eso, hagamos un mapa de las tortillas de patatas y haremos la mejor ruta turística. Y también, por favor, sepamos dar la vuelta a la tortilla. No seamos vagos ni pusilánimes.

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