THE OBJECTIVE
Javier Rioyo

Cineastas, comunistas y demás ralea

«El barojiano Manuel Gutiérrez Aragón acaba de publicar un libro esencial, divertido, sincero e irónico sobre su vida, milagros y maravillas»

El verso suelto
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Cineastas, comunistas y demás ralea

El cineasta Manuel Gutierrez Aragón.

«Si las patrias y los templos se derrumban no lloremos sobre ellos,

pensemos que se levantarán otros mejores y que al fin y al cabo

la patria del hombre es el mundo y el mejor templo la naturaleza»

Pío Baroja

El barojiano Manuel Gutiérrez Aragón acaba de publicar un libro esencial, divertido, sincero e irónico sobre su vida, milagros y maravillas. Desde el niño enfermo que se pasaba las horas leyendo los muchos tomos de El tesoro de la juventud al adolescente que se empalmaba con la lectura del Camino de perfección de Baroja.

Con las lecturas y el cine encontró su propio camino de imperfección. Pasó del sadismo de la infancia por bosques de maquis, animales con sangre y boñigas al salidismo de la juventud alimentado por ensoñaciones eróticas salidas de fotos de las primas cubanas o de los roces con las criadas de la burguesa casa familiar.

Manuel Gutiérrez Aragón, como tantos que militaron en el Partido Comunista Español, venía de una familia tradicional, de derechas, con falangistas y liberales, con curas franquistas y chicas del servicio que eran hijas de los rojos, de los perdedores. Para él un bolchevique era un dulce casero de la infancia, los falangistas eran simpáticos como el tío Pepe y las republicanas deseables como la sirvienta Rosa. En ese camino de imperfecciones se le cruzó el cine. Y se perturbó con la visión del cuerpo cimbreante de Claudette Colbert interpretando a Cleopatra. A partir de aquellas ficciones la realidad excitante del cine el joven creyente se hizo descreído. 

«Así que los curas estaban en lo cierto cuando sospechaban del cine». El cine, el estudio de la religión y la visión de vestales desnudas le hicieron ateo. Pero el cine también le hizo comunista. Menos mal que no le hizo algo peor: un mal español. No fue la culpa de ningún acorazado, ningún Potemkin, ni ningún Marcelino pan y vino, no, sino por Viva Zapata. Gran película de Elia Kazan, delator de comunistas en la caza de brujas, que protagonizaba Marlon Brando. Como no podía ser Marlon Brando, Manolo Gutiérrez Sánchez, decidió entrar en el Partido Comunista. No hacía falta ser un galán, ni guaperas ni elegante para ser del Partido Comunista. Estaban abiertos estéticamente hablando. 

Y para elegante y guapo, con perdón de Sánchez, ya tenían al buenorro de Jorge Semprún. El camarada Federico Sánchez -cabeza de chorlito, según Pasionaria– se pasó a los abrazos de Felipe González. Semprún, además de comunista, de histórica familia de las derechas españolas, como otros muchos, fue uno de aquellas vidas ejemplares que los jóvenes antifranquistas, los cinéfilos, escritores o inquietos lectores, tuvieron como modelo. Además nunca dejó a su mujer, nada que ver con su amigo Ives Montand, capaz de enamorarse y tener un hijo a la edad de no merecer. Un mal comunista.

«El joven estudiante de la mítica y mitificada Escuela de Cine que era Gutiérrez Aragón quería ser Resnais antes que Saura»

Sobre los jóvenes comunistas españoles el referente de Semprún ejerció una seducción que poco tenía que ver con el mundo real obrerista y sindicalista. Federico Sánchez, Semprún, represantaba el guapo comunismo de la gauche divine, entre París y la nouvelle vague, entre la seducción de la canción francesa y la boca de Juliette Grecó. Aquellos jóvenes comunistas españoles querían ser franceses o parecerlo. Como casi todos en aquellos tiempos. Nosotros, los de entonces, soñábamos con París. Lo de Nueva York vino después.

El joven estudiante de la mítica y mitificada Escuela de Cine que era Gutiérrez Aragón quería ser Resnais antes que Saura. Para aquel camino del cine de «arte y ensayo» no venía mal ser del Partido. Después de una noche de poco beber y mucho discutir sobre Kazan, la fabada asturiana y los orígenes familiares con Chicho Sánchez Ferlosio, se emborracharon de palabras y se prometieron amor al Partido. Queremos mucho a Chicho, un genio de mucho hablar y poco comer, de cantar y fumar, de versificar y reír.

Chicho, que en realidad se llamaba José Antonio Julio Onésimo -dicho sea sin señalar- era hijo de Rafael Sánchez Mazas, sabía italiano y latín y era un sabio en conocimientos especulativos e inútiles. Su padre había sido uno de los letristas/poetas del Cara al sol. Y su madre, Liliana Ferlosio, la que tuvo la idea del la camisa nueva y bordada en «rojo ayer» de la Falange. Chicho para vengarse del pasado familiar, entre otros himnos que todavía cantamos, fue el autor del Gallo rojo. Entonces lo cantó Joan Baez, hoy Silvia Pérez Cruz, mejor. Y Chicho, como tantos otros acabó abandonando aquel partido, tan serio y moralista, por la acracia Garcíacalvista y las noches de Malasaña.

«La familia es un pozo sin fondo de simulación extrañeza», dice el memorioso Gutiérrez Aragón. Salimos de ese núcleo para seguir otras vidas, otros caminos que no queremos se parezcan a los que transitaron los nuestros. Después, cuando uno empieza a comprender, más tarde, que la vida iba en serio, acabamos entendiendo al padre cuando ya no está. Cuando no puede darnos nada. Cuando no podemos darle nada y por eso nos entiende, nos entendemos. Esta reflexión, el que lo leyó lo sabe, viene de la lectura de los versos de un poeta que quiso también afiliarse al Partido. Las moralidades, rigores y exámenes para su ingreso no los pudo cumplir. Se llama Jaime Gil de Biedma, era de familia adinerada, de riquezas en Filipinas o Barcelona, de descansos y versos en un pueblo segoviano cerca de una ribera de alisos.

«Las memorias de Aragón están llenas de anécdotas que provocan risa y dan pena»

Lo intentó, como tantos de sus compañeros, señoritos cultos, universitarios, afrancesados y modernos, despreciadores del franquismo y sus miserias que se hicieron comunistas o compañeros de viaje. Aquí se le retrata serio, hablador, acompañado por unos de aquellos chicos de la calle, pensado en la retirada en compañía joven y las ruinas de su inteligencia, a un lugar llamado Ultramort, que antes pasa por una gran borrachera. Nada es lo que parece, ni el significado del nombre del pueblo ni el comunismo de Jaime Gil. Si son verdad los poemas que tanto acompañaron la vida de Gutiérrez Aragón y de tantos de entonces, después y, espero, que de ahora. Pero el poeta no pudo ser del Partido. Así lo aconsejó Manuel Sacristán, aquel filófoso marxista, que negó el ingreso del poeta por ser homosexual. Y tragaron sus compañeros de viaje. Tragaron Manuel Vázquez Montalbán y Manuel Gutiérrez Aragón. Tragaron todos. Ya se sabe: con los comunistas hasta la muerte… pero ni un paso más.

Las memorias de Aragón, su vida sinceramente contada desde el descreído que siempre fue, que sigue siendo, están llenas de anécdotas que provocan risa y dan pena. Dejan bien claro que uno, decente, no puede ser comunista después de conocer la Cuba castrista. De haber visitado los países del llamado «Telón de Acero», de haber estado en las reuniones con los «compañeros» que aconsejaban seguir mirando para otro lado. Manuel G. Aragón, el día que se legalizó el Partido Comunista, en años de la Transición con Suárez, le comunicó al siempre comunista -incluso en los días de pecar y perder en la ruleta- Juan Antonio Bardem que se daba de baja. Adiós al botijo y a la bota de vino de las celebraciones del Primero de Mayo. Y se quitó. Ni del vino, ni de su mujer.

El mismo sendero que habían transitado desde Pradera hasta Dragó, de Lourdes Ortiz a Lola Sergueyeba Ibárruri. Unos se acercaron al PSOE y otros a las tertulias con Querejeta o Miguel Ángel Aguilar. Ya no había comunistas ni en la Unión Soviética. Cuando Gutiérrez Aragón fue jurado del festival de cine de Moscú, resultó sospechoso ante las autoridades rusas que acaban de abandonar oficialmente el sovietismo, por haber sido miembro del Partido Comunista. Bajo vigilancia para que no sacara a relucir sus «ideas», ni dar opiniones políticas.

La gente de la cultura y otros muchos que habían sido militantes fueron abandonando aquel «único camino». No se alarmen, no todo estaba perdido. No estaban muertos, ni estaban tomando cañas, estaban sacando a nuevos topos. Y así llegó Anguita, la pinza, la izquierda desunida, los podemitas, los de suma y resta, el progresismo sanchista, los de López Obrador y los zapadores de Maduro. Yo creo que prefiero seguir en la tertulia con Aguilar, Carreras, Cazorla, Cullell, Vallespín, Aragón y otros chicos y chicas del montón, que volver al Partido. Yo que nunca estuve. Ni se me esperó.

Lean Vida y maravillas, hagan como Jorge Herralde que nunca se equivoca. Casi nunca. Y Gutiérrez Aragón, tampoco. Fue capaz de sacar los mejor de Galiardo, Fernando Rey, Ana Belén, Cristina Marcos, Ángela Molina, Paco Merino, Kiti Mamber, Emma Suárez o la Juanita Narboni de Romina Sánchez. Hasta es capaz de hacer de Fernando Fernán Gómez creíble, aunque fuera un ácrata de derechas. Como él. Como todos, Berlanga el primero. Y salió indemne de varias bodeguillas en Moncloa. Ay, ¿dónde las bodeguillas de antaño? Ahora, agua, mucha agua. De Vichy, catalana o de Waterloo, del gobierno de Petain o bendecida por el Papa. Es buena para la diarrea, clásica. De la mental no lo tengo claro. Vaya tropa. Menos mal que nos quedan Agustina. Y Aragón.

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