Antonio Pérez, la modernidad en pantalones de pana
«Fallecido hace unos días a los 90 años, construyó en Cuenca, entre el pop y la provocación, un refugio obligado para el arte contemporáneo y sus cercanías»
«Mantener el paso ganado. Hay que ser absolutamente moderno»
Arthur Rimbaud
Lo conocí robándole libros por la alegría de leer, de no pagar, de acratar y de no tener ni un duro, ni un franco. Estábamos en París, con aguacero, refugiados por la pandilla de la Universidad de Massy. Ya descreídos de los hermanos mayores que se habían construido su épica en el Mayo aquel, los adoquines, las playas y toda aquella fácil poesía para consumo de progres y otros ingenuos de antaño. Fuimos a París porque nos gustaba besar a las chicas en las calles, en los bares, en los puentes y, sobre todo, nos gustaba ser besados. No los besos robados de Truffaut, queríamos los de Jean Seberg en el final de alguna escapada, los que nos quitó Ricardo Franco. Teníamos tiempo y queríamos leer.
Saber historias que la dictadura nos censuraba. Éramos de aquellos jóvenes antifranquistas sin partido, sin fe, sin rebaño ni obediencia. Pretendíamos ser modernos entre Rimbaud y Roland Barthes, lejos de Sartre y de su Castor. Fuimos de aquella desorganizada agrupación que robaba libros en la Joie de Lire, especializados en los del apartado en español, prohibidos en el franquismo y editados por Ruedo ibérico. Antonio Pérez ya estaba allí, era el responsable de la sección española de la mítica librería. Antes había trabajado con Pepe Martínez en aquella editorial que nos permitió leer El laberinto español de Brenan, las verdaderas historias del Opus, la Falange, la Guerra Civil o la España erótica contada por Xavier Domingo.
Por esas fechas Antonio Pérez, el moderno generoso, el progre culto -que también los hubo-, el andarríos que salió de Sigüenza y siguió el curso incierto de las riberas: del Henares al Manzanares, del Sena al Júcar, tuvo la generosidad de mirar para otra parte mientras los libros se escondían en nuestros bolsillos. Así, con sus pantalones de pana, su gabardina de muchos usos, su jersey del capitán Haddock nos hicimos amigos de este singular español de lengua nerviosa y cabeza más grande que la de Fraga y Ortega, de ese atípico seguntino de París que nos permitió a los de generación perdida ser clandestinos más informados.
Tiempos de ser afrancesados y aficionados al cinema verité. A nosotros, los del Henares y el Manzanares, nos tocaba ser del «cinema mentiré» -como lo llamaba mi amiga Tina Sainz, que tanto conoció de aquellos y estos-, el mismo cine que Antonio Pérez vio en el Alameda de su pueblo y el que siguió viendo en el Madrid de los cincuenta. Llegó el momento de cambiar aquellas sesiones dobles por los cines de la rive gauche. Abandonar a Nieves Conde, Bardem, Vajda, Neville, Berlanga, Mur Oti o Ferreri y pasarse al bando de soviéticos, checos, húngaros o polacos. Todo cansa, hasta el Paris de gauche divine. Volvió, se refugió en Cuenca y recuperó nuestro cine.
Antonio bailaba solo y bebía en compañía de Juan Marsé o de Antonio Saura. También frecuentaba a Carlos Saura, el hermano cineasta, que ya había rodado una de las películas que fueron premonitorias del destino del inquieto Antonio Pérez: Peppermint Frappé. El escenario del drama era Cuenca; toda una sorpresa, un cóctel en el que se mezclaban el museo de arte contemporáneo y la música de los Canarios, Geraldine Chaplin y López Vázquez, Alfredo Mayo y Querejeta. Un camino entre la ciudad levítica y los tambores de Calanda. A esa ciudad única, hermosa, parada en el tiempo, viva y vivaz, ya habían llegado los modernos con Zóbel, Millares, Saura y tantos. París fue, ahora era Cuenca. Unos cuantos amigos decidieron cambiar la rive gauche por la ciudad de las hoces y las procesiones. Antonio Pérez en los años 70 ya decidió dónde se encontraba su refugio en la tierra. Murió hace unos días, fiel a sus cuestas y bares, a sus amigos y a su Fundación. Un museo imprescindible para entender nuestra modernidad pictórica.
«Eduardo Arroyo, amigo de los tiempos de París, decía que era un sacristán disfrazado de moderno»
Allí lo visitamos muchas veces. En su casa llena de objetos encontrados, su particular reinvención del ready made a la española. Hijo de Duchamp, primo de Warhol, entre el pop y la provocación, ordenando varios desordenes, construyó Pérez un refugio obligado para el arte contemporáneo y sus cercanías.
Eduardo Arroyo, amigo de los tiempos de París, decía que era un sacristán disfrazado de moderno. Nosotros, que somos de la cofradía de Arroyo, sabemos que no lo era. Antonio Pérez era otra cosa, muchas cosas. Un cura sin púlpito, un descreído capaz de confesar con Guerra Campos, un gitano libérrimo con su tronco Bonifacio o un refinado simulador amigo de Luis Gordillo. Le gustaban Marsé y Ángel González, Benet o Claudio Rodríguez, Caballero Bonald y el doctor Barros. Fue un seductor descuidado, atento y cariñoso, independiente y hábil. Supo navegar entre el aquelarre de ficción y la merienda en el obispado.
Nunca dejó de sorprendernos su capacidad para hacer dialogar al muñeco de Michelin con el Sagrado Corazón de Jesús. Su casa en la ciudad vieja de Cuenca era el museo de un niño de provincias que se vino a vivir a una ciudad colgada. Compadre de Ramón Chao y educador de Manu Chao. Tío del cantante de La Mandrágora, Alberto Pérez, el seguntino que pasó de Krahe y Sabina a ser intérprete de boleros en el parque del Retiro o en un crucero de la tercera edad. Amigo de Vicente Rojo o de Pagola. Ese insólito Antonio Pérez que ha muerto en una residencia de ancianos en Cuenca. Tenía 90 años y ninguna edad de merecer muerte ni olvido.
Juan Marsé, para la edición del catálogo que hizo con Jean Marie del Moral, dejó escribió: «Desprovisto de afectación, sus maneras son las de un tipo pistonudo, llano y precavido, abruptamente cortés, con cierta tendencia verbal al atolondramiento (su mente es más rápida que su lengua-¡que ya es decir-, sus emociones más complejas que los artefactos verbales que utiliza para expresarlas) y un entusiasmo por algunas formas de felicidad -una lectura, un dibujo, un volumen, un color- altamente contagioso… tiene su persona, sobre todo en invierno, algo indefinible de duende de los bosques y bien podría llevar un saco de sorpresas a la espalda…en su voz persiste el musgo ambiguo de la infancia y cultiva la capacidad de encantamiento y una antigua disposición a la maravilla, el talante zumbón y presto el desdén ante la falacia»… No se le puede describir mejor.
«Tenía el arte de la discreción y la habilidad del ocultamiento sin necesidad de esconderse»
Tenía el arte de la discreción y la habilidad del ocultamiento sin necesidad de esconderse. Hace muchos años me quiso enseñar un lugar en las riberas del Júcar. Yo tenía una amiga que me esperaba y pocas ganas de excursión. Llegamos a un recodo de una belleza y una tranquilidad que poco tenía que ver con mi agitado ser y notó que me olvidé de mis prisas y mis asuntos. Me confesó que en ese lugar quería que se esparcieran sus cenizas. Hoy sería incapaz de encontrarlo pero seguro que algunos de sus amigos conquenses lo saben. Ojalá por allí vuele su singular arte de vivir con la curiosidad permanente del que encuentra la belleza en un bote aplastado, un hierro oxidado, una piedra o una flor que vuela con un soplo.
No hace mucho lo visité en la residencia de ancianos, su última residencia en la tierra. Estaba sentado frente a un televisor, en compañía de otros residentes, sin hablar con nadie, con pulcra barba de mendigo e inusual silencio. Le pregunté por su silencio y me dijo que estaba sordo: «¡Pero no mudo, coño! Podemos hablar, quiero que me cuentes y contar». En una libreta que le ofrecí escribió: «Por el momento no voy a hacerlo». Sonrió y le entendí.
Hoy lo recuerdo en la barra de La Ponderosa, nuestro bar preferido en el mundo, dejando que Ángel le ofrezca sus setas o tomates, sus escabechados y chuletas, su huevo insuperable o su rotunda torrija. Después subir, cruzar el puente de los suicidas y seguir charlando con Jenny y Antonio a la Posada de San José, el más hermoso de los refugios con los mejores amigos. Y terminar en el Jovi, en esa esquina donde los gin tonics de Santi, esperando la llegada de los amigos. De Carrascosa, Laguna, Medina, Sonsoles… Y poder hablar bien, tirando a mal, de casi todo quisque. El mundo está entre la Fundación, las barras, la posada y el callejeo por la ciudad de sombras y cuestas. Ser absolutamente moderno. Ser un andarríos. Llamarse Antonio y apellidarse Pérez. Es lo que tienen los modernos.