The Objective
Javier Rioyo

Tintín, los soviets, los pícaros y los huidos

«Fernando Castillo –experto en Hergé, en traficantes y espías– acaba de publicar un libro sobre la derrota y la huida, sobre las formas de la fuga cuando llega el caos»

El verso suelto
Tintín, los soviets, los pícaros y los huidos

Detalle de la portada de 'Tintín en el país de los Soviets'. | Wikimedia Commons

«…Dicen que hablamos claro, y que nos repetimos de lo claro que hablamos

y que la gente entiende nuestros versos, incluso la gente que gobierna,

lo que trae consigo que tengamos acceso al poder y a sus premios y condecoraciones,

ejerciendo un servil e injusto monopolio.

Dicen, y menudean sus fieras embestidas.

Defiéndenos, Tintín, que nos atacan».

Luis Alberto de Cuenca

Los amigos en Tintín –los que amamos sus aventuras, su curiosidad, su afán de justicia, su disposición al viaje, a la independencia y la amistad– nos reconocemos, nos entendemos y nos defendemos de los poderosos, los pícaros, los soviéticos y los fascistas

Somos diferentes a esos asaltadores del poder y del dinero. Despreciamos lo cutre y lo zafio. Ni nos gustan los explotadores ni participamos en la explotación. Antes de querer gobernar a otros, queremos saber gobernarnos a nosotros mismos. Ya decía ese amigo nuestro, y de Tintín, que fue el señor Don Quijote: «En los extremos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía». Valientes y libres como Tintín, liberales y europeos, cosmopolitas entre realidades y ficciones, deseantes de mundos sin la presencia de la mentira y el robo, sin corrupción, sin corruptos ni corrompidos. 

No queremos vivir en Sildavia, ni en el Congo, ni en los países del oro negro, ni en las dictaduras de capitanes Alcázar. Somos civilizados, aunque seamos ingenuos. No deseamos repartirnos botines, ni chicas de compañía. Nos conformamos con una invitación a Moulinsard, algunas lecturas, la compañía de amigos despistados o sabios, bebedores y nobles, inasequibles al desaliento y siempre dispuestos a saber equivocarse sin rendirse. Beber agua –mejor con gas– algún whisky, tener algún amor, dar paseos, emprender viajes y coger vuelos. Muchos vuelos.

En agradable compañía de amigos en Tintín hicimos tertulia y nos dispusimos a soñar en voz alta que merecíamos otro país, otros políticos, mejores poetas y mejores académicos. Brindamos por Luis Alberto de Cuenca, maestro de la claridad, la gracia y la aventura de leer, mirar, escribir, darnos esplendor y fijar nuestros caminos por la senda de Tintín, el pequeño héroe que siempre imaginamos dispuesto a defendernos cuando los malos nos atacan. Esos gariteros, fanfarrones y fulleros que nos gustaría ver en retirada antes de que tengan que salir por piernas.

Fernando Castillo –experto en Hergé, en traficantes y espías, en raros y olvidados de nuestro cercano pasado– acaba de publicar un libro sobre la derrota y la huida, sobre las formas de la fuga cuando llega el caos. Una peculiar historia de la escapada en los últimos momentos, en los últimos aviones de aquellos fugitivos republicanos, socialistas y comunistas que habían perdido la guerra y no querían perder la vida, ni ganar la cárcel. Los últimos vuelos de nuestros «rojos» en retirada están acompañados en su libro por las agónicas huidas de fascistas y nazis, de aquellos colaboracionistas hitlerianos que se escapaban de los demócratas vencedores de la Segunda Guerra. 

Una vez más un libro de Castillo dónde no necesita de novelización, la realidad supera muchas ficciones. Se titula El último vuelo, de placentera e inquietante lectura para todos los que aman la historia. La gran y pequeña historia que muchas veces queda tapada por lo épico o lo retórico. Aquí se cuentan los subterfugios, engaños, abusos de poder y clasismo que tuvieron que enfrentar los que tenían que decidir entre el destierro, el exilio o la incertidumbre, la cárcel o la muerte. La sorprendente historia de muchos vuelos famosos y otros desconocidos. Un desfile de nombres de protagonistas y secundarios de la política y la cultura de dos derrotas diferentes: la de las izquierdas y sus ismos en España y la de las derechas, el nazismo o el fascismo, en Europa. Los españoles se dispersaron por el mundo, la mayoría en Francia, México y la Unión Soviética, escapando al castigo de Franco. Los colaboracionistas, «collabos», también huyeron precipitadamente hacia la Argentina de Perón y, otros muchos, a la España de Franco. 

En un excelente prólogo, Antonio Muñoz Molina, señala como Castillo es capaz de contar de manera novelesca, pero sin tener que inventar, «la huida, la escapatoria de los que saben que no habrá piedad para ellos, las prisas de última hora, el tiempo acelerado después del cual vendrá otra vida que ahora se presenta con el vértigo de una hoja en blanco atravesada por amenazas». Continúa Muñoz Molina diciendo algo que me hace pensar en algunos de los que ahora están viviendo ese vértigo de la derrota. Esos que siguen en el poder, pero que se saben perdedores. Los que se resisten a reconocer errores y siguen aferrados al mando. Una tropa tan progresista, debería dejar que las urnas en libertad decidan si los quieren seguir manteniendo en sus despachos, sus ínsulas, sus sillones y sus negocios. Quizá sea el momento de que terminen su «sacrificio» por todos nosotros. Julio, tan simbólico, es un buen mes para un cambio democrático, pero que sea antes del 18 de julio o un poco después. Creo que podemos resistir entre el chiringuito y la piscina. Disfrutar vacaciones, vivir en paz, tener piedad, hacer reflexión y conceder perdón. Que no quiere decir ni olvido, ni amnistía. Modesta y simplemente volver a cumplir la Constitución y dejar que los ciudadanos hablen. 

En el prólogo de Muñoz Molina también se dice: «Los que fueron todo de pronto ya no son nadie. Los que se pasearon con seguridad insolente ahora buscan un escondrijo a cualquier precio. La tragedia y la banalidad son intercambiables». Recomendación y aviso para sanchistas. Para los ya señalados/derrotados y para los que vendrán después. Preparen maletas y vuelos, escapadas y retiradas, no lo dejen para el último momento donde todo está más desordenado y es más incierto. Hay que prepararse democráticamente para unas inmerecidas vacaciones. Sin alargar la agonía, sin prisas y sin pausas. Los no responsables de latrocinio ni abuso, con la falta de haber sido silenciosos compañeros de viaje, lo deben hacer con tranquilidad y algo de arrepentimiento. Los otros, los protagonistas, que aceleren su examen de conciencia con educación y con mucho descanso. Saber perder diplomáticamente. Que se vayan, si las urnas lo deciden, de paseo y en compañía de su mala conciencia. Ya sean culpables del deterioro democrático por abusos, incapacidad o negligencia. No tendrán que salir a ningún exilio, aunque algunos tengan que ir a alguna cárcel, pero que dejen paso para que otros limpien el ruedo ibérico de mentirosos, oportunistas, golfos y mediocres. Olvidar este presente y preparar un futuro más digno. Lo merece la historia del socialismo español, la pervivencia de la socialdemocracia. Y lo merecemos tantos de los burlados en este deterioro, en un fango que abochorna y avergüenza. No será fácil, tampoco imposible.

Para no repetir la historia hay que conocerla. Leer en el libro de Castillo sobre el Madrid de los años franquistas donde los «collabos» y los nazis tenían vida social, negocios, páginas de sociedad y reconocimiento de poderosos, nos debería alertar para que no tengamos que revivir a Otto Skorzeny en compañía de Blas Piñar. Ni a León Degrelle de reivindicador del nacionalsocialismo, haciendo negocios, amigo de políticos y alcaldes, prologado por Marañón o acompañado por Clara Stauffer. De Clara Stauffer Loewe –tía abuela de mi admirada y querida Berta Vías Mahou que le acaba de dedicar una emocionante novela: Los pozos de la nieve– tengo que hablar con más tiempo y dedicación. ¿Pudo haber nazis ignorantes? ¿Falangistas bondadosos? Apasionante historia de los alemanes en Madrid. Los antepasados de nuestra cerveza más castiza, nuestra tienda de moda de la Gran Vía y del premio más prestigioso de la poesía. De los tapados y destapados. De los famosos y los anónimos.

No todos fueron ricos y admirados. Uno de los más olvidados fue el proustiano Abel Bonnard, colaborador de los nazis en París, amigo de Paul Morand, protegido de José Ignacio y Luis Escobar. Malvivió y murió en Madrid, en la Guindalera. Fue vecino de un joven Luis Landero, un maduro Gabriel Celaya, un adolescente Gran Wyoming y un inmortal Pepín Bello. Su humilde hostal de la calle Malcampo estaba al lado de mi primera casa fuera de la familia.  Azares extraños. Todavía más extraños cuando el pasado domingo en el Rastro, por dos euros y sin trapiellos ni bonets, me compré la primera edición de su Eloge de L’Ignorance. Quizá Bonard tenga razón cuando escribió: «La elegancia y la voluptuosidad del espíritu están en la duda».

Muchas cosas por contar pero casi todas están en el libro de Castillo. Por ejemplo, aquellas huidas de la élite del comunismo español haciéndose sitio, entre codazos y obediencia de clase, para pillar asiento en sus particulares «Dragon Rapide». Asegurar el vuelo a Orán para seguir de camino a los falsos paraísos de Moscú o a los agridulces exilios mexicanos, argentinos o parisinos.

No me voy sin dejar claro, como en un poema de Cuenca, que nunca Hergé se basó en el despreciable Degrelle para su personaje de Tintín. Dicho elegantemente, sin dudas.

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