The Objective
Javier Rioyo

El placer de odiar y otros pequeños placeres

«El ensayista inglés William Hazlitt, genio del romanticismo, fue el mejor de los reivindicadores del odio y el mejor retratista del espíritu de su época»

El verso suelto
El placer de odiar y otros pequeños placeres

Grabado que retrata al escritor inglés William Hazlitt. | Wikimedia Commons

«La hiel no sacia jamás y nada nos hace sentir mejor que una decocción de bilis.

Nos aburrimos de todo, salvo de ridiculizar a los otros y de congratularnos por sus defectos”

William Hazlitt

Entre los placeres de las vacaciones me reconforta especialmente el poder caminar, dar solitarios paseos sin compañía humana, acaso en compañía de mi perro que habla poco. En los paseos alimento pensamientos desordenados, bebo el aire, miro el paisaje y me siento «en una región etérea teñida de cielo». Algunas tardes parecen los cielos de Claudio Lorena, pasteleramente hermosos, aunque son los campos que tantas veces pintó Díaz Caneja. Estoy en una tierra de trigo, de románicas iglesias y órganos ibéricos. Plácida tierra de caminos santos y de empeños ilustrados, canales que desearon hacer navegable esta Castilla, vieja de amarillos y verdes, de conejos que cruzan los caminos, de zorros que persiguen y de ciervos domesticados.

Paisajes que te procuran la felicidad del que camina por tan hermosas vistas desde la lejanía, ásperas en las cercanías. Buscar mariposas azules en los trigales, las mazarinas, que evolucionaron en cardenal y terminaron nombrando la imprescindible biblioteca de París. Pasear por el deseo de seguir buscando algo que pueda «devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores». Tiempo detenido y pacífico, perfecto para cultivar el placer de odiar.

Me reconozco odiador, razonable, pero contumaz odiador. Nada que ver con una internacional del odio, ni con la otra internacional del engaño, del maquillaje y progresando, que era gerundio. No me preocupan demasiado las descalificaciones, las bobaliconas retóricas de los que desgobiernan estas tierras, las palabras huecas de los falsarios mantenedores de corrupciones, con sus insultos huecos y sus mentiras al viento. Soy de la estirpe de William Hazlitt, el mejor de los reivindicadores del odio, fustigador de los tontos, genio del romanticismo, inglés afrancesado, amigo del satírico Charles Lamb y el mejor retratista del espíritu de su época, de sus amigos con los que tanto compartió y tanto discrepó: Coleridge, Wordswort, Godwin, Byron, Shelley y aquella tropa de fascinantes exaltados, de revolucionarios o conservadores.

Aquellos ingleses que viajaron y que cambiaron, algunos, de odios, religión, país o amistades. Crecieron odiando: «¡Durante cuánto tiempo el Papa, los Borbones y la Inquisición han dado vida al pueblo inglés y le han proporcionado apodos que desahogaban su ira! ¿Acaso nos habían causado algún daño en los últimos tiempos? No, pero tenemos una cantidad excesiva de bilis en el estómago y necesitamos un objetivo en quien volcarla… De un estímulo no ansiamos tanto la calidad como la cantidad: somos incapaces de soportar un estado de indiferencia y aburrimiento; la mente parece detestar el vacío más que ninguna otra cosa».

Nosotros también crecimos con nuestros apodos ingleses a quien odiar: la pérfida Albión, la de la Armada Invencible y la piratería, la protestante, la de Enrique VIII o la de Gibraltar. Odio manipulado desde el poder, creación del enemigo, estigmatización del otro, el extranjero para justificar nuestra ira dirigida con intereses de falsedad patriótica. Y lo que no habíamos conseguido superar con John Donne o Shakespeare, lo hicimos con la llegada del pop y los Beatles. Eran de los nuestros, podíamos odiar y cantar juntos.

«Tampoco a nosotros nos dejó en paz este paseante con la mejor escritura periodística de su tiempo»

Lo primero que leí de Hazlit lo había traducido Arroyo Stephens, un delicioso opúsculo titulado Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud. Todavía estábamos en eso, en guerra con nuestras entrañas y en rebelión contra la madurez. Volvimos a la lectura del periodista y ensayista inglés con Estar en paz.  Seguimos con El arte de caminar, dónde hacían paseos paralelos Hazlitt y Robert Louis Stevenson, que como Thomas de Quincey y tantos otros admiraban el genio, el ingenio y la literatura de Hazliit. «Todos nosotros somos personas admirables, pero no escribimos como Hazlitt», en palabra de Stevenson.

Tampoco a nosotros nos dejó en paz este paseante con la mejor escritura periodística de su tiempo, este pensador que nos obliga a huir de pedanterías y a huir –como escribe Jordi Doce– de «jergas abstrusas o herméticas, la pretensión de cualquier índole y lo que él llama con repugnancia obsesiva cant, la afectación, el fingimiento de lo que no se es o no se piensa». Siempre fue un peleón, un incorformista, un tocacojones, que no supo ni quiso callar. Perdió amigos, amores, dinero, pero siguió siendo el escéptico, irónico y vehemente que nos resulta tan cercano. Hace ya unas décadas, siguiendo su senda, me alojé en buena compañía en la que fuera su casa londinense de estilo georgiano en Frith Steet. Hoy un hotel pequeño, no barato, decorado en el estilo de la época y con una biblioteca perfecta para leer y cultivar los odios de manera civilizada.

En su pequeño ensayo El placer de odiar –¡ojalá siga viva la edición de NORTESUR!– nos facilita y empuja a no arrepentirnos de nuestra condición de odiadores. Comienza confesando que no es capaz ni de matar a una de esas odiosas arañas que nos siguen visitando tantas veces a nuestro pesar. Aunque sintamos repulsión por ellas, aunque los creamos animales de malos augurios, tampoco ya las queremos aplastar. Ellas no conocen el odio. Nosotros debemos seguir cultivándolo sin crueldad y civilidad. Nuestras ansías de maldad, de odio, conviven con nosotros, debemos reconocernos en ese que también somos y que se deleita con perverso gozo por la atracción secreta de hacer fechorías. Fuente inagotable de satisfacciones.

Somos asesinos imaginarios, como aquellos de Max Aub, como el Archivaldo de la Cruz de Buñuel. Nos recuerda Hazlitt que «la naturaleza parece hecha de aversiones: sin nada que odiar perderíamos el auténtico resorte del pensamiento y la acción». Nuestra vida se forja con historias de odio y de crueldad. Cada mañana al levantarme y comenzar a oír o leer las noticias de nuestro mundo me siento capaz de odiar universalmente. Y si descendemos a nuestro detritus propio, a nuestros mandatarios falsos y disfrazados de buenistas, nuestro odio ya es más cercano, tiene nombres y apellidos españoles, poco españoles y mucho españoles. Entre las sectas y los partidos políticos nos lo ponen fácil. Los más despreciables se visten de bondadosos, se vuelven insípidos, molestos como arañas a las que no aplastaremos pero estamos deseando ver lejos.

«También el ensayista es un fingidor. Su desasosiego intelectual estuvo rodeado de buena vida, viajes, éxito, amores y amigos»

Shakespeare, tan estudiado y contado por Hazlitt, hablaba de la necesidad de beber «la leche de la bondad humana», pero ante la visión de los hipócritas en el poder y sus serviles servidores, «proxenetas intelectuales y otros mercenarios de la prensa», no podemos dejar de pensar en el recelo o en algún veneno, algún arsénico por compasión y ficción. El satírico vividor, el peleón y enamoradizo de Hatzill, había conocido grandes hombres, promesas de mundos mejores, revoluciones traicionadas, deseos y pasiones pero no tuvo la suerte de ser un feliz enamorado. Su sinceridad le impedía vivir en una charca estancada, no se permitía ni fingir con los sentimientos. Cuando el amor se convertía en hastío o indiferencia había que enfrentarse a la soledad. Enfrentarse a ese hombre que no se aburre mientras le queden ganas de seguir ridiculizando y despreciando las mentiras y los mentirosos.

La bondad no es sincera y sin nada que odiar «perderíamos el auténtico resorte del pensamiento y la acción…únicamente el odio es inmortal». Él también creyó en el genio, la virtud, la libertad, el amor y todas esas palabras que nos hablan de los grandes sentimientos, pero se decepcionó y lo contó: «En lugar de patriotas y amigos de la libertad, no veo más que al tirano y al esclavo, a gente que se une a los reyes para remachar las cadenas del despotismo y de la superstición. Veo la locura asociarse con la bellaquería, y juntas, conformar el espíritu público y las opiniones públicas. ¡Veo al conservador insolente, al reformista ciego y al liberal cobarde! Si la humanidad deseara lo que es justo, lo habría obtenido hace mucho tiempo».

Murió pobre y libre, despreciándose de manera razonada, contando los motivos: «Por no haber odiado y despreciado al mundo tanto como debía… he malgastado mi vida leyendo libros, mirando cuadros, pensando y escribiendo lo que me apetecía». También el ensayista es un fingidor. Su desasosiego intelectual estuvo rodeado de buena vida, viajes, éxito, amores y amigos. También de todo lo contrario. Como todo ser humano que merezca la pena, que no se maquille, que no se mire al espejo y que sea capaz de dejar su palacio tomado por asalto y mucho morro. No hace falta ser de la internacional del odio para odiar con razón, razonable y sensatamente, contra los que también quieren hurtarnos el placer de odiar. Yo sigo. Y también me gustaría que mis últimas palabras, a pesar de tanto, a pesar de todo, fueran las de Hazlitt: «He tenido una vida feliz».

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