Sobre felones y empecinados
«Condenado y perseguido por el rey al que sirvió, Juan Martín el Empecinado fue traicionado y ahorcado por su fidelidad constitucional, por ser íntegro y liberal»

'Juan Martín Díez, El Empecinado' (1881), réplica de Goya por Martínez Cubells. | Museo del Prado (Wikimedia Commons)
«Mi deseo más ardiente es ver cómo un ratón se come vivo a un gato, pero tiene que estar jugando con él el tiempo suficiente»
Elías Canetti.
Cuando yo era chico soñaba con ser callejero por las afueras de Alcalá de Henares. Me gustaba hacer méritos para ser admitido en aquella «partida» de los chicos picieros. Fueron mis héroes reales. Una soldadesca adolescente, civil, incivil, a la que no me permitían pertenecer. Lo que no podían impedir es que escuchara embelesado las narraciones de sus picardías, que admirara sus batidas de gatos ferales, de ratas de campo o de conejos despistados. Me parecían un ejército salido de los relatos de aquellos jóvenes tan admirados y mitificados de las novelas de Dickens, Mark Twain, Stevenson o de los cuentos Daniel el Travieso. Para civilizarnos ya estaba Tintín; pero para asilvestrarnos, para complacer nuestro lado salvaje, aquellos que se aventuraban por ríos, callejones o islas misteriosas eran nuestros deseos imposibles. Aquellos admirados de la pandilla prohibida ejercían una gran fascinación aunque nada tuviera que ver el río Henares con el Misisipi, ni hubiera loros ni tatuajes, ni callejones londinenses en aquellas calles levíticas y renacentistas de una Alcalá decadente, histórica y hermosa.
Nosotros íbamos al instituto, aprendíamos latín y geografía, literatura y francés, pero no la asignatura de la calle. Aquellas aventuras contadas sobre la «caza» de animales domésticos -que en nada nos habían molestado- o de aquellas dreas con piedras y chichones que nos parecían desembarcos de piratas de agua dulce. Aquellos chicos sin bachiller, sin apenas lecturas, eran nuestros lazarillos, nuestros buscones, nuestros pícaros cercanos. En esas noches de verano y río, de escapadas y chicas miradas -no tocadas- nos parábamos en una plaza conventual y militar, una recoleta plaza de las afueras con una estatua que nos recordaba a un héroe que llevaba un mote que era toda una declaración de intenciones: El Empecinado, de nombre Juan Martín, héroe de la Guerra de la Independencia, de la Batalla del Zulema.
Jefe de la guerrilla contra el francés invasor, bigotudo militar alzado en notable busto, que para no caer en el olvido en una calle por las afueras, una parada en el camino a soñadas fugas sirvió, sin pretenderlo, a nuestra precaria formación de orgullo español, de popular y heroico personaje que después conocimos mejor, quisimos más y admiramos con ensoñación juvenil. Condenado y perseguido por el rey al que sirvió, traicionado y ahorcado por su fidelidad constitucional, por ser íntegro y liberal, digno patriota que apenas atendimos por más que recorriéramos la calle con su nombre, la plaza con su recuerdo. Hoy lo veo como ese ratón que se comió al gato vivo y después de jugar con él. Ese ratón empecinado se inventó la guerra de guerrillas y los guerrilleros. Esas artes, esos nombres han sido usado para lo bueno y para lo contrario. Para la libertad y para su secuestro.
Hace unos días, el 19 de agosto gracias a mi amigo –masón, liberal, castellano y ateneísta, patriota y culto– Francisco José Alonso, me enteré que se conmemoraba en Burgos la vida, obra y memoria de este tan singular hombre de una Castilla cruzada por el río de los mejores vinos, lleno de historia, de pasado poderoso, de demasiados incendios y demasiados olvidos. Nació Juan Martín, El Empecinado, en Castrillo de Duero, fue ahorcado y deshonrado en otra orilla del mismo río, en Roa ahora hace 200 años.
En Burgos, a pie de su monumento, fue rescatada su memoria y homenajeado su recuerdo, su lección de liberal y patriota, de digno luchador por la libertad de su pueblo y de su dignidad contra la felonía, la traición, la bellaquería y la indignidad de un gobernante que pasó de ser «el deseado» al felón que no cumplió ni sus juramentos constitucionales ni sus promesas: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Palabras que perseguirán siempre la realidad de Fernando VII, una hemeroteca de antaño que lo enfrenta a la verdad de su mandato, de su indigno cumplimiento de la palabra dada. Orientó su política a su propia supervivencia, al personal control del poder; ni le importó la decadencia de España, ni se resistió a su rendición a Napoleón ni a sus servidumbres vergonzantes ni el engaño a su pueblo. Nada, casi nada, de lo que prometió de la Constitución de Cádiz, que había reconocido su derecho a reinar, fue capaz de no traicionar. Su poder absoluto, su control, sus persecuciones, su manera de detentar el mando haciendo lo contrario de lo jurado y prometido, lo hacen ser una de las peores memorias de nuestra historia de infamias y mentiras.
«Fernando VII fue ladino, desconfiado, putero y se supo rodear de una camarilla de fieles bien pagados»
Fue ladino, desconfiado, putero y se supo rodear de una camarilla de fieles bien pagados, de halagadores de sus «gracias», de su manera de vender el país y dejar hacer negocios a los fieles, de enriquecerse él mismo en un país desolado. España comenzó a ser secundaria en Europa, en el mundo, las colonias comenzaron su independencia, crecieron los contrabandistas y los lobistas de la época. Era un rey amado por parte del pueblo ignorante y despreciado por los liberales, los afrancesados y los que pretendían la modernidad del país.
Sin dejar de ser sencillo, cercano, no muy culto pero nada tonto, nunca dejó de ser soez y chabacano, amante del teatro y de las actrices, le gustaba presumir de «cojones» y tenía un miembro que asustaba por su tamaño y hacía difícil el placer. Gustaba en decir «carajo» en público y en privado –un admirado amigo lo sigue utilizando frecuentemente, aunque sea desde las antípodas del rey felón– le gustaban los toros y el billar, los libros y los pintores, Goya lo supo y lo cobró. Hizo posible la creación del Museo del Prado, del Botánico o del Museo de Ciencias Naturales. No le exime de nada, de casi nada, y no podemos olvidar que fue servil a Napoleón y dictador con su pueblo.
Su política estuvo orientada a su propia supervivencia en el poder. Dice de él la historiadora Isabel Burdiel: «Su manera de reinar consistió siempre en dividir y enfrentar entre sí a los que le rodeaban, proyectó un abyecto servilismo». Para Napoleón, al que no paró de hacer la pelota, al que no fue capaz de enfrentarse, al que se entregó y consistió la ocupación de una España sin lucha, sin negociación, siempre fue «estúpido y mezquino». Mientras él vivía en su lujosa prisión del exilio francés, dedicado a sus fiestas, sus bailes, sus cazas, su pueblo, esos guerrilleros empecinados, esos valientes que se inventaron una manera de lucha, de rebelión y derrota contra los invasores, creyeron en su palabra, cayeron en la trampa de su felonía.
El próximo sábado 23 de agosto, 200 años y unos días después de ser ahorcado, deshonrado, insultado y denigrado aquel campesino que llegó a capitán general, aquel guerrillero que nunca fue mercenario, será reivindicado y recordado en el pueblo de Roa. Brindaremos por este héroe de la clase campesina con un vino de esa tierra que se resiste contra políticos felones de ayer y de hoy. Murió resistiéndose contra la horca, no le fusilaron como al liberal Riego y sus compañeros en ninguna playa, fue muerto a la fuerza en la plaza de un pueblo que fue ignorante de su vida, de sus dignidades que luchó por un rey liberal y se enfrentó contra el rey vengativo e incumplidor.
«Quién será, dónde estará hoy el espíritu del Empecinado. Y dónde el gobernante felón»
Hoy en Roa se pide reconocimiento al que fue muerto indignamente por no haberse dejado comprar, ni tentar por títulos o dinero. «Diga usted al rey que si no quería la Constitución que no la hubiera jurado», así contestó a la oferta del rey al que defendió en la Guerra de la Independencia, cuando la ensoñación hizo que le llamaran «el deseado», antes que «el felón».
Insólito español, Juan Martín El Empecinado había nacido en el pueblo de Castrillo a los que se denominaban «empecinados» porque su arroyo estaba lleno de pecinas, ese cieno verde de las aguas en descomposición. De parecer un gentilicio despreciativo «empecinado» –gracias este guerrillero contra la deslealtad– significa una obstinación, una «terquedad», una pertinacia que algunos seguimos defendiendo en defensa de valores, en cumplimiento de promesas. Había jurado la Constitución de Cádiz, como su rey: «Vayamos todos y yo el primero por la senda constitucional». El rey no cumplió. El Empecinado también la juró y «jamás cometería la infamia de faltar a mis juramentos».
Quién será, dónde estará hoy el espíritu del Empecinado. Y dónde el gobernante felón. Tengo algunas dudas empecinadas, algunas certezas de felonía. Ustedes mismos.