Banderas al viento, banderas de nuestros padres
«Tuvieron que llegar la Constitución, la democracia, la monarquía constitucional, los partidos políticos y la caída del águila para aminorar nuestro rechazo a la bandera»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Cuando fui pequeño las banderas al viento se alzaban al cielo y nosotros cantábamos con «la mirada clara y lejos y la frente levantada». Creíamos que íbamos por rutas imperiales que eran muy nombradas en las enciclopedias de historia. Nos gustaba pensar que teníamos el alma tranquila, que las estrellas encendían nuestra fe, que la poesía nos prometía exigencias de honor- también era una palabra muy bonita que nos diferenciaba de otras naciones más ricas pero con menos honor- que estábamos forjando una nueva historia y alcanzaríamos las hermosas cumbres de las montañas nevadas. Era una bandera roja y negra, la bandera falangista, que tiempo después vimos que era coincidente con la de los anarquistas. El sindicalismo fascista/falangista y el anarcosindicalismo tenían la misma bandera, otra vez esa vieja historia de que los extremos se tocan. Se tocaban y se siguen tocando. Ahora muchos jóvenes antisistemas comparten errores y banderas.
Nunca fuimos a ninguna batalla bajo ninguna bandera, ni con la de Neruda, aunque nos guste su poesía, pero sí celebramos nuestras victorias, desconocidas o imaginarias, bajo varias banderas. La más presente era la roja y gualda, la española, que venía de monarquías pasadas y que llevaba un águila muy relleno. Fue la aportación a la bandera secuestrada por el franquismo, la obligada enseña patriótica y nacional, que pronto rechazamos por ser símbolo de un régimen que yo no tenía poesía, ni prietas las filas ni libertades. Buscamos otras banderas, otros himnos, aunque nunca olvidamos ni la letra ni la música de aquellos juveniles. El «Cara al sol», compuesto por unos cuantos poetas en las sombras nocturnas de la Cueva del Or-kompon en el centro de Madrid. Entre otros, de no poco mérito, estaban Foxá, Ridruejo, Alfaro, Sánchez Mazas y la música era del maestro Tellería. Ninguna broma.
Tampoco estaban mal la letra y la música de «Montañas nevadas». El poema de la falangista Pilar García Noreña encontró una perfecta música compuesta por Enrique Franco, cuñado de Julián Marías -casado con su hermana Dolores Franco- y también hermano del insólito y genial Jesús Franco, Jess Frank, el cineasta de más heterodoxa carrera en películas de la serie B.
Cantando esos himnos, bajo esas banderas, en tiempos de «chapas y vespas»- en palabras de Juan Cruz- crecimos varias generaciones antes de hacer el cambio de bandera, de músicas y letras. Muchos de los hijos, sobrinos, nietos y demás familia de la burguesía española -Javier Pradera, los Sánchez Ferlosio, Jaime Chávarri, Javier Marías, Ricardo Franco, las Tellería- se hicieron más o menos «progres», más o menos rojos y bastante descreídos de los himnos y las banderas de sus padres. Y al viento nos lanzábamos con banderas rojas, negras o tricolores republicanas. También esas banderas a tantos se nos terminaron por escapar en algún sumidero de la historia.
Nunca olvidaré aquella primera y genial película de Berlanga, Bienvenido mister Marshall -ya liberado de su extraña pareja con el muy notable director y militante comunista, Juan Antonio Bardem- que fue un enorme éxito entre franquistas y antifranquistas. Berlanga había sido voluntario en la llamada División Azul. En compañía de su amigo Luis Ciges y de miles de aventureros jóvenes, patriotas, exaltados o forzados que desfilaron y murieron por las estepas rusas bajo las banderas españolas y las de la Cruz Gamada de los nazis. Poco le duraron al cineasta aquellas heroicas derrotas, aquellas banderas, aquellos himnos y proclamas. Se dedicó a la libertad, al arte de la ironía, al retrato de cómo fuimos y cómo degeneramos. La historia de nuestro cine, de nuestra cultura, no sería igual sin sus películas, sin sus reflexiones y su peculiar mordacidad humanista y libertaria. Tampoco ondeó la bandera del Imperio Austro Húngaro, por más que lo citara con nostalgia y coña.
La bandera americana -y también la española, como recuerda el amigo y colaborador de Berlanga, Rafael Maluenda- fue abandonada y arrastrada por la corriente de un arroyo en la secuencia final de Bienvenido... Metáfora del plantón que nos dieron los americanos con sus dólares, su estilo de vida, sus chicles y sus bebidas. En aquellos principios de los cincuenta nos dieron una larga cambiada, una faena. Se la dieron al franquismo pero la patada en el culo fue para los españoles: «Ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos». Poco después llegó el propio presidente americano Eisenhower, que fue recibido por las mismas multitudes, pero cambiando de bandera y de camisa. Adiós a la camisa azul, bienvenida la camisa Ike. Niños y mayores tuvimos que reproducir, sin mandarlas al arroyo, el recibimiento con las banderitas ondeadas en los primeros vientos de un inicio del cambio. La autocracia cambiaba el chinchón por la coca cola. Aquella bandera de las barras y estrellas, la bandera de la democracia americana, la que luchó para que el mundo fuera menos incierto y oscuro, por varias razones de inculturas varias, tampoco la vimos como nuestra bandera aliada. Era la bandera de un «imperio» que teníamos que rechazar los pijo/progres, y otros desinformados y manipulados de antaño. Nos debíamos a las banderas que perdieron la guerra. El resto era franquismo.
Años después supimos lo que había pasado en el Festival de Cannes con Bienvenido mister Marshall y con el presidente del jurado, nuestro admirado Edward G. Robinson, inolvidable actor del mejor cine negro, de la mejor época del cine americano. Había sido un izquierdista, perseguido en la Caza de Brujas, vigilado por el comité de actividades antiamericanas y en ese año de 1953 todavía estaba bajo sospecha. Su talento y su popularidad le salvaron. El festival de Cannes que premió la película de Berlanga con el premio especial del jurado. Con Robinson encantado con la película pero muy cabreado con el final. Hubo una enorme polémica porque el actor americano, cuando vio la bandera americana arrastrada por el agua del riachuelo en la última secuencia, intentó que se suprimiera por ofender al símbolo de su país. Acabó cediendo, no se opuso al premio, pero defendió su queja y generó una protesta de sectores muy distintos de americanos, demócratas o republicanos. Nunca se pudo estrenar en Estados Unidos.
Esa historia del progresista Robinson en defensa de la bandera americana nos llevó a pensar en los símbolos y las banderas. En la importancia de articular un país que esté orgulloso de su bandera y su himno, más allá de las diferencias ideológicas o de creencias. No era fácil para muchos admitir el himno, ni la bandera. Tuvieron que pasar cosas, muertes, cambios y libertades. Tuvieron que llegar la Constitución, la democracia, la monarquía constitucional, los partidos políticos y la caída del águila en la bandera para que fuéramos aminorando nuestro rechazo a la bandera. Ayudaron los triunfos en los deportes, las medallas olímpicas, los campeonatos Nos hicieron mirar con orgullo nuestra renovada bandera española y constitucional. Nos faltaba, nos sigue faltando, una letra para el himno que también es mejorable en su música, aunque ya estemos muy acostumbrados al chunda, chunda. Un grupo de poetas convocados por Aznar, consiguieron una letra que nos sigue pareciendo interesante. No hubo consenso. Quizá si los poetas se hubieran reunido en una taberna en vez de en la Bodeguilla de Moncloa, hubiera salido adelante. Ojalá Juaristi, De Cuenca, Molina, Linares puedan recuperar ese himno cuando se haya terminado esta nueva autarquía. Margarit ya no podrá poner reparos, lo siento mucho, no estoy seguro de que el gran poeta catalán lo sintiera.
Me gustan las banderas, aunque desprecio el uso de ellas para la confrontación, el cómodo disfraz, la utilización maniquea y el disimulo. Desprecio a los que se envuelven con la bandera palestina para arruinar una etapa de la vuelta ciclista, para politizar de manera ignorante, o a consciencia, las fiestas de los sanfermines. A los que pretenden engañar con su postureo progre su antisionismo. No se puede confundir a Netanyahu con la bandera judía. No se puede arrojar en el olvido la bandera saharaui porque el sanchismo decidió entregar un pueblo y sus símbolos. No me gusta la bandera catalana cuando se le añade la estelada, ni los catalanes que creen vivir en beatus ille/illa y sin bandera española que les moleste en su arcadia. Ni la ikurriña- que inventó el racista Arana- que usaron los etarras para tapar sus asesinatos.
No hay que envolverse en la bandera, ni apropiarse de ella, manipular la historia. Cuando las manifestaciones del LGTBI llevan la bandera palestina, recuerdo la persecución, condena y prohibición que hacen de los homosexuales. No me gusta la vuelta de la bandera española con aguilucho que quieren resucitar algunos retro radicales de la extrema derecha. Ni la de Irán que ondean ultras de signos distintos. Decía Arcadi Espada, entre bromas y veras, que la única bandera que unifica a los españoles es la de El Corte Inglés, que así siga. Yo soy de la bandera troceada de la Comuna Antinacionalista Zamorana. Soy de la rojiblanca de mi Atlético. Soy de la bandera roja y gualda renacida con la Constitución del 78. Soy de bandera sin banderías, sin pulsera, corbata o tirantes. Soy de la bandera de España sin complejos. De la bandera de mis mayores que ya era monárquica y constitucional. Me gusta verla al viento como el pirata honrado que soñé ser.