Cajal, entre la soledad, el éxito y el misterio
«La biografía de nuestro primer Nobel escrita por Benjamin Ehrlich es un apasionante y certero ‘thriller’ científico contado con gran estilo narrativo»

Santiago Ramón y Cajal.
«Ausente, fino y realista; siempre enredado en el laberinto bello en los sutiles
encajes de vida de su microscopio. No conozco cabeza tan nuestra como la suya,
fuerte, delicada, sensitiva, brusca, pensativa».
Juan Ramón Jiménez
No hay muchos españoles científicos. No hay ninguno tan universal e importante como Santiago Ramón y Cajal. Alguien que pertenece nuestras vidas, a nuestras calles, a nuestra memoria, nuestra leyenda y nuestra realidad. La vida y la obra de Cajal tienen mucho de soledad, de misterio y de éxito. Una vida ejemplar, llena de contradicciones, de penurias, de carencias y de logros. Deslumbró a la comunidad científica, sorprendió a los investigadores, fue el padre de la neurociencia, el que supo mirar lo invisible, lo inmensamente pequeño y tremendamente importante que esconde nuestro cerebro.
Nació en la mitad del siglo XIX, en un hermoso e inhóspito paraje del Alto Aragón, en el pueblo de Petilla que apenas estaba en los mapas, fuera de rutas, fuera de caminos, sin parada ni fonda. Su padre, un buscador de la supervivencia, un hombre memorioso que aprendió a leer solo, un autodidacta que fue cambiando de pueblo y mejorando de oficio. Un humilde ayudante de sangrador que terminó siendo médico y profesor. Padre, castigador y muchas veces brutal, del mayor genio de nuestra ciencia. Conocido y reconocido, Santiago Ramón y Cajal, nuestro referente en ciencia, nuestro primer Premio Nobel, el hombre que dedicó su vida a desentrañar ese misterioso planeta que es nuestro cerebro.
Acaba de salir una nueva biografía, no una más, sobre alguien que ya tiene muchos estudios, tesis, series de televisión, biografías y hagiografías. Sin embargo, esta que acaba de publicar la editorial Ladera Norte– que tantas alegrías literarias y ensayísticas nos viene dando- es una de las más originales, certeras, entretenidas y apasionantes de las que conocemos. Escrita por un neoyorquino, más dedicado a la ficción que a la ciencia, Benjamin Ehrlich, que se sintió atrapado por la obra la vida sin milagros, pero tan extraordinaria en su superación, en su lucha por conocer más, saber qué somos, de dónde somos, a dónde vamos. Ehrlich salió de una depresión admirando uno de los dibujos científicos de Cajal. Después este escritor dedicó 12 años de su vida en saber todo sobre el hombre y sobre el científico.
Decía Cajal que el «cerebro es una máquina de ahorrar que selecciona y escoge las realidades externas». Esa máquina tan rara, tan llena de caminos desconocidos y de misterios, pudo ser mejor transitada después que este niño pobre, listo, rebelde, listo y obsesivo, se empeñara en dedicar casi toda su vida a la aventura de una excursión a lo desconocido. Una aventura que atrapó a ese tan distinto de vida y cultura que es su biógrafo. Nada sabía de nuestro genio ahora quizá no sepa más que nadie, pero ha sabido contarlo como pocos. Quizá como ninguno desde el lado narrativo.
Cajal fue ayudante de botica, zapatero remendón, peleón, forzudo, mal estudiante, pícaro y soñador. Dotado para el dibujo, la fotografía y para la escritura, desde que su padre le llevó a una sala de disección y sobre todo, desde que vio el mundo del interior de tantos cerebros animales y humanos, su voluntad indomable de salir a conquistar caminos ignotos, su atrevimiento y su razón, su capacidad de especular y demostrar, hizo de él algo muy parecido a lo que entendemos como genio. «No soy un sabio, sino un patriota, una voluntad indomable dispuesta a triunfar a toda costa».
«Odiador de aristócratas y cortesanos, de potentados y explotadores, de nacionalistas y separatistas»
Superó hambrunas, guerras, incomprensiones, palizas y burlas. Tozudo y empecinado, liberal progresista, lejos del socialismo al que criticaba su aspiración a un aurea mediocritas, más de Castelar que de Pí y Margall, más de la revolución de 1868 que de la República. Odiador de aristócratas y cortesanos, de potentados y explotadores, de nacionalistas y separatistas: «Contestaría sin vacilar: la reconquista manu militari cueste lo que cueste». Excesivo y apasionado, tertuliano de poco hablar y mucho escuchar, amigo de intelectuales y científicos.
Vivió con holgura y fama que no alimentaba. Fue querido por los poderosos, reclamado para firmar manifiestos por Buñuel o Marañón, a los dos dijo no. Feliz con sus ratas y sus suministradores. Uno de los más cercanos y queridos en su laboratorio de la calle Atocha, ya una eminencia universal, era un borrachín de los barrios barojianos que llamaban ‘El ratero’. Uno de los conseguidores de los objetos de su investigación. Era un alimañero que proporcionaba salamandras, los tritones o los conejos recién nacidos.
Era un personaje experto en charcos, nidos y madrigueras que a Cajal le recordaban a algunos tipos de su vida rural y campestre. Como Humboldt, como Darwin, con lo que más disfrutaba era con la observación de la naturaleza. «Señal de estulticia, frivolidad e ignorancia es aburrirse en el campo». Nunca se aburrió, mirando nubes, saltando cerros, cazando ratones o guardando pájaros que pasaban a ser de la familia. Trepanó miles de cerebros de humanos y animales. Fotografió las calles, la vida humilde y a las hermosas chicas de los prostíbulos del centro de Madrid.
Se paseaba por toda la ciudad, pero no volvió a hacerlo por el lugar del cercano Retiro dónde habían inaugurado su estatua. Se retiraba a su casa de recreo en el «lejano barrio» de los Cuatro Caminos. Acudía a las tertulias de cafés, al Ateneo, discutía lo justo porque siempre estaba deseando volver a su laboratorio en compañía de su misterio y sus descubrimientos. Ni se envaneció ni se enriqueció si lo comparamos con el sueldo del torero Carancho.
«Fue un Robinson Crusoe encerrado en su propia isla entre las paredes de su laboratorio»
Me gusta imaginarlo en sus paseos, comiendo un barquillo ganado y pagado en aquellas ruletas callejeras. O esperando a su amigo Juan Ramón Jiménez en un bando de la Colina de los chopos en la Residencia de Estudiantes. Cajal podía estar leyendo un TBO o a Kant. Podía cantar una jota con su grave voz aragonesa, soñar con seguir viviendo, con los años de peleas o los tiempos de estudios. Nunca parecía contento, pero siempre consiguió ser feliz. Fue un Robinson Crusoe encerrado en su propia isla entre las paredes de su laboratorio.
Favorecido por Alfonso XIII, sintió su exilio, pero aplaudió la República, sin demasiado entusiasmo, pero con esperanzas que pronto se vieron frustradas. Le hubiera gustado ser aventurero, cruzar mares, luchar en guerras, pero apenas consiguió ser soldado en la guerra de Cuba. Tuvo que volver frustrado y enfermo.
En la biografía de Ehrlich, escrita con la pasión y el estilo de una novela de aventuras, de un thriller científico, está contado con gran estilo narrativo, a la manera anglosajona, lo más sorprendente de una vida, de una obra que no tiene pares en nuestro país. Tardará mucho en nacer si es que nace un español como Cajal. Podremos estar solos ante el misterio, pero Cajal nos enseña a que no basta examinar, hay que contemplar. Nos hacen falta sus lecciones, las de vida y las de su obra.
Fue posible en un país casi imposible. Debemos seguir soñando cómo lo pudo hacer aquel que nada tenía. Volvamos a la tozudez de una vida honrada, gobernada por españoles que quieran y defiendan su patria. Que sepan aprender de las conquistas de ser mejores sin que tengamos que ser sabios. Pero no tan idiotas. Sigamos buscando esas inmensas minorías tan necesarias. Mejor pronto que tarde. Que vuelvan Cajal y los de su estirpe.