The Objective
Javier Rioyo

El Roto o el humor dentro de lo que cabe

«A Andrés Rábago le debemos una manera de hacer periodismo, de hablar con humor de cosas tan serias, que nos congela la risa y nos hace pensar»

El verso suelto
El Roto o el humor dentro de lo que cabe

Andrés Rábago, 'El Roto', posa frente a algunos de sus cuadros. | María José López (Europa Press)

«Póstumo, el oler tan bien tengo por mala señal,

porque siempre huelen mal

aquellos que huelen bien»

Marco Valerio Marcial

La ironía es un disfraz, una manera de disimular sentimientos, algo que muchas veces nos despierta a martillazos después de hacernos una caricia. Los humoristas que utilizan la ironía no son como los que se valen del sarcasmo. Siendo dos genios no es lo mismo ser Quevedo que ser Cervantes. En Quevedo la paradoja, el ingenio o la caricatura están unidas a su manera de ser mordaz, una cumbre literaria de nuestro mejor barroco. Una manera de ser y de contarnos. Cervantes es distinto, más esencial, sin chocarrerías ni exageraciones; su ironía es otra, muy seria. Un equilibrio que es una forma de locura. Los dos son necesarios, los dos nos definen. Los sueños quevedescos o el humorismo trascendente, triste, cervantino.

Decía el poeta y humorista Heine que leer el Quijote le hacía llorar. Después, o dentro, de su humor también está la tristeza. Todos somos esos locos, esos perdedores o esos soñadores que nos tenemos que pelear con la realidad. Desde hace ya muchas décadas, heredero de aquellos, con nosotros se encuentra esa manera tan seria de ver el mundo desde el humor. Una particular arte de escribirnos y describirnos con sus pinturas, con sus viñetas, nacidas de un español tan raro y necesario como Andrés Rábago y sus heterónimos: Ubu, Ops, El Roto. El mayor de nuestros viñetistas.

Educado, reflexivo, culto y tranquilo en sus formas, ese artista que desde hace tiempo llamamos El Roto, gran dibujante y pintor de líneas claras y asuntos perversos, periodismo necesario el que ejerce desde más 50 años. Viene de la gran tradición de nuestro humor gráfico, de nuestra sátira goyesca y de nuestra literatura cargada de humor ante la tragedia nuestra de cada día. «El mundo es fascinante, pero es horrible», decía con su irónica desnudez Josep Pla. El mismo escritor que se admiraba y se levantaba cada día con un deseo: «¡Si fuera posible sacar un brazo de la cama sin peligro!» No es posible, sin embargo, nos levantamos, tomamos un café, fumamos un cigarro, abrimos el periódico y nos encontramos con ese artículo, editorial, dibujo, ensayo y espejo de la realidad que son las viñetas de Rábago –ya sea aquel Ops o este Roto– y nos dan ganas de volver a la cama. No lo hacemos.

Seguimos con nuestra vida a pesar de haber sido avisados del esperpento de la realidad. Somos los que prefieren sonreír, a veces reír, y seguir adelante. Quizá no con la risa del Arcipreste de Hita, ni con la de Rabelais, ni la de Swift, sino con esa más reflexiva y seria del cervantino Roto. Nuestra mejor literatura está llena de humor, sátira, sarcasmo e ironía. Para sobrellevar muchas cosas hemos usado la parodia mejor que el realismo. O esa manera de sentimentalismo del cerebro que es la ironía. Decía nuestro premio Nobel, Benavente –demasiado olvidado por el teatro y las editoriales– que: «La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe».

Hace unos días Andrés Rábago recibió el Premio Diario Madrid de periodismo. Un importante reconocimiento que creció por el empeño, tesón y dedicación de uno de nuestros imprescindibles del periodismo, Miguel Ángel Aguilar. Ninguna broma de premio y ahí está, para confirmarlo, la nómina de premiados. En su inmensa mayoría representan al algunos de los más libres y necesarios de esta profesión donde tan necesaria es la información, la cultura y el humor honesto y no vago. Aguilar hizo una rápida, irónica y lúcida semblanza de Rábago que recibió el premio con su habitual espartana tranquilidad. Rodeado de políticos, periodistas y demás ralea.

«No son los mejores tiempos para convocar el abierto espíritu de los tiempos de la transición»

Donde el que fuera director del periódico «volado» por el franquismo quiso ver, por variada representación de diferentes admiradores del artista, un principio de superación del «muro» del sanchismo. Algunos no lo pudimos ver de esa manera. Cierto es que El Roto fue capaz de convocar a una amplia familia que ya no rezaba tan unida como antaño; que con educación y unas dosis de humor, tuvimos una velada feliz y distendida, sin discrepancias visibles, guardando la opinión. Es decir, esperando que se fuera el contrario para poder criticarlo.

No son los mejores tiempos para convocar el abierto espíritu de los tiempos de la transición. Las flotillas siguen sus navegaciones haciendo de la realidad un populista programa de ficción, un reality de televisión pública o privada. La banalidad no tiene fronteras, aunque se arrope en banderas, tape juicios, desvíe problemas o aplace presupuestos y consultas. Todo vale para que toda inestabilidad siga su curso.

Cuando Miguel Mihura creó La Codorniz en pleno franquismo –después de haber sido un niño abandonado por sus padres en un portal de la calle de Leganitos– fue buscando a sus compinches de esa otra generación del 27, los humoristas. Uno de los primeros fue Tono, fichado porque no se dedicaba a nada. Esperaba hacerse rico diciendo «huevo frito y vaca a cada momento. La gente necesita oír esas palabras y dejar de escuchar duelo, demonio, ambigú, hijo pródigo y otras palabrotas así de fuertes». Quedó fichado. Lo mismo que Enrique Herreros, un artista pobre que pintaba grandes «señoras a las que del escote les salían hombres pequeñitos con barba». También fichado. Y así fueron llegando Neville, De Laiglesia, López Rubio, Fernández Flórez y una larga nómina de «franquistas» que le salieron ranas al régimen. Fue La Codorniz, la revista de nuestros padres, la revista de la tercera España, nuestra revista juvenil y nuestro descubrimiento de Ops. Aquel dibujante que tenía la rara virtud de conturbarnos con sus dibujos mudos.

Después llegaría Hermano Lobo, semanario de humor dentro de lo que cabe. Esa fue nuestra fuga de la necesaria, seria y prosaica realidad de aquellos finales de una dictadura. El semanario con dificultad, censura y algún secuestro se supo expresar con libertad y pluralidad. Un éxito absoluto. Por allí Summers, Chumy Chúmez, Gila y algunos más jóvenes como Manuel Vicent y nuestro Ops que ya compartió con su alter ego El Roto. Los dos siguen felizmente activos y reconocidos. Rábago con sus dibujos de un surrealismo pasado por Goya y Solana que ya comenzaron a incluir breves textos. Vicent con su límpido castellano y su habilidad para seguir siendo un esteta sin complejos ni pedanterías. Que sigan.

«Hay veces que solo por su viñeta nos acercamos al papel de un periódico que ya no es el que fue»

A Rábago le debemos una manera de hacer periodismo, de hablar con humor de cosas tan serias, que nos congela la risa, nos hace pensar y mantiene vigente el libérrimo espíritu de Quevedo, la profundidad encubierta en ingenio de Cervantes, sin dejar de pasar por Ramón Gómez de la Serna, no olvidar a Max Aub, ni a Noel Clarasó, ni a Valle-Inclán ni a Camba, Arniches o los Quintero, Muñoz Seca o Cela. Con ellos, con otros muchos, creció el mundo de Rábago y nuestro propio mundo. Seguimos debiendo mucho más a esas revistas, esos escritores celtibéricos, castizos o modernos, disparatados o escalenos, sentimentales o satíricos. Memoria histórica de lo que fuimos, constructores de lo que somos.

Que siga El Roto en su propia isla, un oasis sin palmeras, certera expresión de nuestras asperezas y nuestros desiertos. Hay veces que solo por su viñeta nos acercamos al papel de un periódico que ya no es el que fue. Como tampoco lo somos nosotros. Deseando brindar con Andrés Rábago, compartir de cerca a su inteligencia y tener la fortuna de vivir de cerca esa manera, aguda y libre, de mostrarnos, sin blandas ternuras.  Le espero, le recuerdo y me recuerdo aquellas palabras que García Mercadal hizo en su extraordinaria Antología de humoristas españoles desde los epigramas de Marcial hasta la llegada de La Codorniz.

Sigo suscribiendo aquellas palabras del final de su prólogo del año de 1956: «Independicémonos de todo rebaño, acabemos en nosotros con el borrego, recatemos el concepto de hombres, no para esclavizarlo a un poder, sea el que sea, sino para hacerlo servir a su destino: persigamos todo fraude, económico y espiritual, manténgalo quien lo mantenga, beneficie a quien beneficie, y afrontemos deliberadamente el gran deber de ser libres».     

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