Rebelión en la granja. Los animales y otras gentes
«He tenido la fortuna de encontrarme con dos escritores andaluces de ahora, capaces de emocionar y divertir: Felipe Benítez Reyes y Alejandro López Andrada»

Ilustración de Alejandra Svriz.
«Para los seres de lenguaje vivir en la realidad es imposible, en la realidad a palo seco.
Tal vez solo los animales y las plantas puedan vivir en la realidad a secas. Nosotros no»
J. A. González Sainz
Nos sentimos cerca de Orwell y en las antípodas de Pedro Sánchez. Creemos en aquella «conciencia invernal» del escritor británico, en su laicismo, su desconfianza en toda clase de tiranías, su rebelión para no acatar los discursos de las mentiras políticas, de cualquier ideología y de cualquier ideólogo. Rechazó todo acatamiento de las falsas correcciones políticas. De los falsos políticos: «Cada renglón que he escrito desde 1936 fue, directa o indirectamente contra el totalitarismo y por el socialismo democrático». Es decir, escribió, contra la izquierda totalitaria. Por un socialismo democrático, ese lugar generador de tantos deseos, de tantas esperanzas. Lo contrario que el sanchismo, ese disfraz. Ellos, con la colaboración interesada y la compañía de sus aliados totalitarios que lo mantienen en el poder, son lo contrario del socialismo, del socialismo democrático, de la democracia
Orwell nunca estaría con estos enemigos de la promesa, constructores de la mentira y los muros, añorantes del Madrid de Corte a Cheka, amigos de los enfrentamientos y de las corrupciones en el poder. Ni con esas torcidas intenciones de hablar en nombre de la «memoria histórica», querer cancelar a los libres y premiar a los totalitarios. No basta hablar contra el fascismo y a la vez dejarse acompañar por los extremistas que pretender reinventar la historia. No creo que Sánchez haya leído a Orwell —está claro que tampoco Feijóo— pero si lo hubiera hecho no le ha servido de nada. O no se ha enterado de nada. Ni él, ni sus guionistas leninistas y alechugados. De nada sirve una cita chulesca. La ignorancia no se maquilla.
Orwell siempre estuvo del lado de la ética y la estética. Buscó la verdad literaria y no le importó reconocer el valor de los contrarios. Estos son chequistas de las ideas libres, ajenos a los ciudadanos de la tercera España y pretenden borrar, aborregar y disimular con los eslóganes de un pasado que no conocen. Ignorantes en el poder, hacedores de fáciles eslóganes, buscadores de peleas y canceladores de los que sean «los suyos». Con Sánchez no se tomaría ni una taza de té ni, mucho menos, una chistorra. Orwell ya los había calado. «En cualquier época normal, la clase dirigente robará, saboteará, nos llevará de cabeza al fango; ahora bien, dejemos que la opinión popular se deje oír de veras…»
La única manera son las urnas. No hacerlo es seguir tentando con otra rebelión en la granja. No más. Prefiero la vita beata. O la ensoñación de haber sido párroco feliz hace 200 años, «para predicar sobre la salvación eterna y ganarme las habichuelas». Nada, ni beato, ni párroco. Al menos soy descreído de esos curas progres que hablan para su rebaño de ignorantes. También los hay que saben y prefieren no salirse de la senda de sus pastores y ser rebaño.
Hablando de la dignidad e independencia de Orwell, recuerda Martínez-Lage, orwelliano y traductor de su obra ensayística, que «hace falta estar hecho de una pasta muy especial para dar un premio a Pound y condenar sin paliativos la persona del gran poeta, a quien tacha —a él, no a sus poemas— con razón demostrada, de antisemita, criminal de guerra y racista repugnante». Orwell sabía bien quién era políticamente Pound, pero no dejó de admirar su obra. Tampoco era partidario de algunos excesos facilones del gran poeta Auden, compañero contra el franquismo en la guerra civil y al que criticó por su poema España, 1937. Mal poema compuesto con demasiada ira y acrítico entusiasmo comunista. No por ser de los «buenos» eres buen poeta. Ni por estar en el lado de los «malos» dejas de serlo.
«Necesitamos buenos escritores. No premios millonarios, planetarios, salidos del negocio, lejos de la literatura y sus verdades»
Necesitamos buenos escritores. No premios millonarios, planetarios, salidos del negocio, lejos de la literatura y sus verdades, ajenos a la verdad de sus mentiras. Decía Orwell que «la buena prosa es como el cristal de una ventana». La buena poesía, también; aunque tantas veces en una y en otra hay que saber mirar por ese cristal, no siempre limpio. No siempre fácil para permitirnos ver, entender, disfrutar, emocionarnos, reír, evocar, soñar y ser felices asomándonos por esa ventana que nos enseña otros mundos, otras vidas, otras gentes.
He tenido la fortuna de encontrarme con dos formas de escritura, dos escritores andaluces de ahora, capaces de emocionar y divertir, de reflexionar, mirarse y hacer que nos miremos. Hablando de ayer también hablan de ahora. Saben andar y contar, aunque apenas se hayan movido de su lugar de nacimiento, de sus paisajes de vida, y conseguir hacer universal, grande, la vida pequeña. Uno es Felipe Benítez Reyes, poeta, novelista, ensayista y collagista de Rota. Aunque haya viajado, conocido mundos, contado picarescas, vidas, poemas, no ha dejado ese lugar quevedesco desde dónde saber capturar lo fugitivo y hacerlo durar.
Su última novela La gente, nos lleva a una posguerra dónde convivieron «malos y buenos», ganadores y perdedores, soñadores y delincuentes, reales personajes que reconocemos aunque nunca existieran. Una colmena de provincias, un Manhattan Transfer en un pueblo del sur, felliniano amarcord de su particular Rímini. Historias, vidas cruzadas en tiempos franquistas donde la farsa, el esperpento, la memoria y el humor nos hace un apasionante retrato de supervivencias. Pequeñas existencias, rebeliones en la peculiar granja de Benítez Reyes.
El otro es Alejandro López Andrada; también poeta, novelista, memorialista, elegíaco y emocional escritor de las cosas del campo, de la vida en un pueblo de otro sur. Ese sur cordobés de Los Pedroches —hermoso noroeste de Andalucía— pueblos de cerdos y toros, de caminos de vacas, de hermosas vaqueras, calatraveñas rutas de vida difícil entre el campo y la mina, entre la felicidad y la supervivencia, el recuerdo y el abandono.
«El mundo de Alejandro, como el de Felipe, es un mundo perdido que sigue viviendo en su memoria»
El mundo de Alejandro, como el de Felipe, es todo el mundo. Un mundo perdido que sigue viviendo en su memoria, un mundo de rebeliones en las granjas, con mitologías de la vida en el campo, de la felicidad entre las ruinas y la necesidad de saber vivir, disfrutar, recordar, perdonar y convivir en una tierra, unos lugares tan hermosos como olvidados. Alejandro tiene la cabeza a pájaros, acostumbrada al vuelo feliz de las golondrinas. Felipe también tiene su cabeza a pájaros, aunque las golondrinas de su infancia fueran los Boeings de la base americana. Uno se acostumbró al sonido de los carros, a la admiración del lagarto o al uso del tirachinas contra los gorriones. El otro creció con la música americana, con las guitarras eléctricas que convivían con esas otras guitarras españolas del flamenco. Entre el vuelo de los pájaros o el navegar de los buques, esos dos niños letraheridos, crecidos en los años sesenta, educados en dos Españas muy diferentes. Separados por la vida, unidos por la literatura. Tan distinta, tan complementaria.
Felipe crecido en familia de poder en el franquismo, de mandatarios en tiempos no democráticos, de buena situación económica, clase pudiente en aquella hermosa bahía, que ni impidieron su curiosidad, su formación entre la vida de las tabernas, la observación de la vida del casino y refugiado en su biblioteca. Creció libre en una familia de franquistas en lo político y liberales en su educación. Entre lecturas, músicas modernas o flamencos, escritores de exilios interiores o resistencias exteriores. Supo leer los ángeles, arboledas o pinturas de Alberti sin renunciar a las gracias, y desgracia, de Muñoz Seca. Dos Españas de su bahía.
Sigue fiel a sus queridos Verlaine, Pessoa, Stevenson y, siempre, Chesterton, como cercano al personaje central de su novela. Un mundo de tertulias en cafés, de convivencia entre contrarios, de lenguaraces, poetas de casino, enanos de circos viajeros, excéntricos y soñadores. Gentes que crecieron entre la guerra y la posguerra. Historias de un pueblo donde descansa Sánchez Mejías. Por dónde cruza Baroja y Pepín Bello pasa de la risa al llanto cuando en esas playas se entera de la muerte de su querido Sánchez Mejías. La gente es una novela para confiar en nuestra escritura y nuestros escritores, olvidar cursis, pedantes y agitadores. No hace falta ser filólogo —ni siquiera mediocre filólogo— para saber contar y dar esplendor a nuestra literatura.
«Dos españoles lejos del poder y la intriga. Dos amigos de Orwell»
Alejandro creció sin poder, sin carencias ni dinero, en una familia de perdedores de ambos bandos. Se forjó callejeando y leyendo, escuchando los relatos del abuelo y escuchando las músicas del campo. Contando nubes, respetando golondrinas y matando gorriones. Alejandro poeta y narrador de las cosas del campo, las cosas de la vida; de una vida que apenas vemos, sonidos que no reconocemos, nombres que ignoramos. Gran narrador del otro lado del río, entre los árboles, siempre regresando al mágico y real mundo de la infancia. Exento de rencores, feliz en su patria contada, en esa infancia que nunca le abandona.
Así nos lo acerca en esa memoria de emociones que es El corazón de las golondrinas. O en su poemario último, melancólicas prosas poéticas de La huella azul, dónde vuelve al lugar de dónde nunca se fue. Cuando uno lee a López Andrada, quiere ser ese niño Alejandro feliz saltando charcos, persiguiendo lagartos, mirando hermosas vaqueras, distinguiendo los misterios de una naturaleza que, aunque no sea la misma, se resiste a desaparecer.
Los dos aman los gatos y las letras, el idioma y la tierra. Dos españoles lejos del poder y la intriga. Dos amigos de Orwell. Dos infancias felices, dos adolescencias soñadoras a la sombra de los albaricoques de las muchachas en flor. Y de las muchachas sin flor.