The Objective
Javier Rioyo

Miguel Ángel Aguilar entre Franco muerto y resucitado

«Pocos libros como esta memoria del final del franquismo –’No había costumbre’– escrita por el periodista nos hablan mejor de un tiempo y un país»

El verso suelto
Miguel Ángel Aguilar entre Franco muerto y resucitado

Ilustración de Alejandra Svriz.

«Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido o esperar que la historia devane los relojes y nos devuelva intactos al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase»


José Ángel Valente

Entre todos le matamos y él solo se murió. Antes de morir, ya era muerto viviente para muchos de nosotros. Un muerto resucitado por la gracia, sin Dios, de Sánchez y confines. Volverá y tendrá sus ojos. Los autócratas tienen un sexto sentido para reconocerse. Los espejos mienten, cuando nuestro Dorian Grey de guayabera y corte infiel se mira a uno no se da cuenta que él también está muerto, entubado, mantenido por su equipo médico habitual, jaleado por su guardia de alféreces provisionales desde el periodismo de la servidumbre a los subvencionados del silencioso rebaño de los corderos, con sus enlatadas risas parlamentarias y el culto a los muertos sin sepultura. 

Fueron del anti Franco al Frankenstein. Vivieron sus días de rosas y bares de carretera, cruzaron España en coche de vivos y vivales, aparcaron en la Moncloa y le cogieron el gusto. Siguieron sus navegaciones por tierra, mudaron de coche, subieron al Falcon y optaron por quedarse en un país diferente al que cambiaron su saber discrepar por el arte del enfrentamiento. Construyeron muros, subvencionaron viajeros, un nuevo camino a ninguna parte en la que se reconociera la España constitucional.

Un viaje lleno de curvas conducido en compañía de izquierdistas, nacionalistas y arribistas sin preparación. Incierto camino que se forjó arrastrando a sus fiscales en una procesión de encadenados, picaos de su viacrucis, disciplinantes de un auto de fe que nos recuerda a un sangrado de penitentes comprados, mantenidos, remunerados y plañideros. Una insólita procesión, un cortejo para mayor gloria de su endiosado líder. Vieja España que camina de rodillas, que bosteza en el Congreso; tropa de atados y bien atados a la parábola del autócrata. Españoles que dejaron de serlo, camisas rojas de mi desesperanza, resucitadores del «parte» en sus televisiones, en sus fangos mediáticos, en sus negocios de paraísos caribeños, en orientes lejanos; en sus instituciones para la deconstrucción de la memoria. 

Pasaron pero no pasarán. España es mejor que ellos, es posible y necesaria. Tiene memoria, no quiere enterrar el pasado, ni sus logros, ni sus miserias. Una tierra quemada, una distopía con bomberos que no podrán terminar con la historia que muchos hemos sabido conservar. No habrá un Fahrenheit 451 que sea capaz de hacer arder nuestros libros, nuestra historia. Contra la censura y la manipulación se arma la resistencia. Franco no volverá por más que lo quieran resucitar en campaña.

Nunca hemos creído en la resurrección de los muertos, Frankenstein solo habita la ficción y no esperamos ningún nuevo Prometeo. El cuento ya ha durado demasiado. Ahora toca construir otra manera distinta de ser y convivir. Dejarnos de experiencias con malos poetas, con narraciones de literatura basura, de cutres y zafios personajes que trabajan para destruir la necesidad de nuestro regreso a un futuro sin estacazos, sin cloacas, sin ese insoportable fango institucional. Somos mejores.

«Crecimos en el franquismo pero no lo acompañamos en la impunidad de su victoria»

Nos ayudan los libres y los libros. Guardaremos su mensaje, su literatura. Una de las crónicas que permanecerán en nuestro recuerdo la acaba de publicar un periodista de Madrid al que no podrán demoler ni clausurar, Miguel Ángel Aguilar. Sigue sin haber costumbre de hablar bien de nuestros colegas, pero Miguel Ángel es de una especie en extinción. Un animal, racional, necesario para la preservación de nuestra fauna tantas veces demasiado salvaje, otras, sobradamente domesticada. Comenzó siendo una rareza, sigue siendo una necesaria excentricidad. Viene de una familia de científicos liberales que convivieron con el franquismo sin dejarse contaminar.

Los vencedores consiguieron la victoria, la paz de los cementerios, pero no el sometimiento de la dignidad. Su padre, médico en la España franquista, se negó en los momentos más duros de la represión a firmar los partes de defunción de los fusilados. No era fácil negarse en aquel clima dominado por «el prestigio del terror». Se jugaba su carrera, pero no se prestó a la vileza de jugarse su dignidad. En esa España de Franco no todos eran franquistas. Algunos lo sabemos de primera mano, lo sufrimos con el silencio protector de nuestro padre. También somos eso. Crecimos en el franquismo, pero no lo acompañamos en la impunidad de su victoria. 

Aguilar que era un niño estudioso, pecador y católico, se hizo físico, aunque pronto degeneró en periodista. Un demócrata crecido en el Opus Dei, un creyente que evolucionó en agnóstico. Cambió aquellos catecismos por las lecturas menos recomendables de aquellos tiempos de silencio y censura. Ese antiguo vicio continúa siendo uno de sus más notables defectos: ser lector compulsivo, heterodoxo y memorioso. Al Miguel Ángel periodista se le notan demasiado las costuras lectoras. Un extravagante español que lee a San Agustín y Salvador de Madariaga, a Ferlosio y Josep Pla, a Valente y Ángel González. Un caso perdido de periodista capaz de citar a Julio Cerón o Karl Kraus.

No abandonemos toda esperanza, Aguilar se nos muestra como aquel bombero disidente de Fahrenheit 451 –aquella genial distopía de Bradbury y película de Truffaut– y lo comprobamos en esta memoria escrita del final del franquismo: No había costumbre. Un libro del periodista que es capaz de memorizar lo vivido, escrito y contado de los años de la larga agonía de Franco. Años de demolición de las libertades de prensa –su diario Madrid como símbolo– de juicios en el TOP, de multas, censuras y mordazas. Sorteó todo eso, muchas veces solo, otras en compañía de otros. Viajó con colegas por España conduciendo su Mini, dando cabezadas y permaneciendo bien despierto para poderlo contar. 

«Haber vivido la historia final de un hombre que comenzó fusilando y terminó de la misma manera, imprime carácter»

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Cuando Franco murió varias veces y despertó otras tantas, Aguilar todavía estaba allí. Comedia, tragedia, carajicomedia de unos años que estaban cambiando nuestro mundo. Imprescindible crónica con el humor de la marca y también alguna tristeza. Haber vivido la historia final de un hombre que comenzó fusilando y terminó de la misma manera, imprime carácter. Como haber sido testigo de los últimos fusilados, no olvidar las detonaciones ni el abatimiento de los que fueron sus ejecutores voluntarios.

Aquella desolación de ver los penúltimos fusilamientos de Franco nunca le abandonará… «pudimos ver cómo los cuerpos eran introducidos en féretros muy rudimentarios, hechos con madera de pino sin pulir ni barnizar y clavados en madera simple… los rudimentarios ataúdes, mal claveteados, dejaban entrever la indumentaria que llevaban los reos ante los pelotones de fusilamiento. Se veían los orificios de entrada de las balas. Los cadáveres aún goteaban sangre, que, a través de los huecos abiertos entre las tablas, llegaban a las lápidas de las tumbas sobre las que habían sido depositados… Recuerdo esa imagen ahora, cincuenta años después, y tengo la misma sensación de tristeza y desolación». Perdón por la larga cita, pero ese desolado testigo que fue Miguel Ángel sabe contar nuestra tristeza, nuestra incrédula mirada de ser desconcertados testigos del final de un régimen que volvió por dónde solía. Morir matando.

A pesar de muchas noches de guardia, taberna y teléfono público en el Pardo, no consiguió ser el muerto en el entierro. Cuando el «muerto viviente», mantenido entre tubos, que con el acompañamiento del manto de la Virgen del Pilar, del brazo incorrupto de Santa Teresa y otras reliquias, estaba esperando el momento de la verdad en el Hospital de la Paz. A pie de obra, esperando la taurina comparecencia de Manuel Lozano Sevilla para seguir atentamente las lecturas de los partes médicos, el periodista se había pasado todo el día en el vestíbulo. La noticia no llegaba. El equipo médico habitual y otros acompañantes decidieron frustrarle el directo. Franco murió y Miguel Ángel no estaba allí. A los buenos no siempre les toca la lotería. Aguilar es un gran narrador oral, divertido, desprejuiciado, irónico y guardador de nuestra memoria. Él solo es un género literario. Nunca podrán hacer un vaciado del móvil. Ni podrán acusarle de borrar sus WhatsApp. Un ser absolutamente moderno del siglo XX que sabe resistirse al secuestro de las redes y sus enredos. Un raro que todavía carga con libros negro sobre blanco y en papel. Hay que escucharle, hay que leerle.

Pocos libros como esta crónica de una muerte anunciada nos hablan mejor de un tiempo y un país. Una narración en primera persona de alguien que también estuvo en la primera línea de lo que nos vino después: la monarquía parlamentaria, la Transición, la Constitución y las libertades. Todo aquello que cambió nuestras vidas, nuestro país. Sabemos que a veces podemos ver «el patriotismo como el último refugio de los canallas» pero hay otro patriotismo democrático y crítico, que justificamos y reivindicamos. Ese patriotismo del que carecen los que ahora quieren resucitar a Franco para tapar con otros mantos, otros brazos corruptos, lo que la generación de Miguel Ángel Aguilar –con otros anteriores y posteriores– ha representado y representa en este país.

Después de haber sobrevivido juntos, en buena compañía e inmejorable navegación, la feliz odisea de salir indemnes del paso entre Escila y Caribdis, de haber bailado y bebido infiltrados entre ricos en Capri, de haber brindado por Europa en la isla de Ventotene o habernos sobrecogido en Palermo ante el Triunfo de la muerte, seguimos reivindicando el feliz regreso a esta Ítaca nuestra, madrileña y española. Que las risas, la memoria, las discrepancias y las tertulias sobre nuestros suspiros de España y Portugal nos sigan acompañando. Navegar es preciso. Y vivir libres, despiertos y críticos tampoco está mal.

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