The Objective
Javier Rioyo

Insurgentes versus sometidos

«César Antonio Molina hace en su libro ‘Insurgentes’ un reflexivo y apasionado trayecto por las vidas de intelectuales que no se doblegaron ante el poder»

El verso suelto
Insurgentes versus sometidos

César Antonio Molina. | Carmen Suárez

«…. Solo dejo el sonido de unas cuantas palabras…

Cualquier tiempo fue mi tiempo, cualquier lugar mi sitio»

Jorge Santayana

Todos los libros son libros de viajes. A veces, un viaje alrededor de una habitación, como Maistre. Viaje a uno mismo, como Whitman. Es lo mismo viajar a ninguna parte que viajar a Ítaca. Viajar cerca o lejos. No salir de nuestro jardín cerrado o saltar la tapia. Aunque no siempre todo viaje nos transforma, ni nos mejora, ni nos cura el nacionalismo, ni nos despoja del dogmatismo, de la intolerancia, ni de la agresividad. Hay tontos, mediocres, que viajan subvencionados y no conseguirán nunca salir de su misera moral, ni de su nadería cultural. La lista es larga como la mentira de sus discursos, sus poemas, sus pensamientos o sus combates.

Hay acumuladores de libros que no han leído. Viajeros que son incapaces de entender el paisaje o el paisanaje. Su hipocresía acompaña a su ignorancia. Son totalitarios disfrazados de santidad progresista. Falsos intelectuales, sometidos y doblegados al poder que los ampara y los sustenta. Dicen no conocer ni a sus acompañantes de picaresca. Se rodean de aduladores y siguen el camino de su hipocresía. Decía Bergamín —un pícaro que conoció el poder y la derrota, el exilio y el ensimismamiento—: «Prefiero a los pícaros redomados, porque prefiero siempre, moralmente, el cinismo a la hipocresía». Un gran cínico que viajó desde la lucha por la libertad hasta la defensa de los totalitarismos. Es uno de aquellos intelectuales nuestros que se movió desde la reflexionada insurgencia al sometimiento voluntario. Quizá le engañaron o se dejó engañar. O nos engañó a todos engañándose a sí mismo.

A ese viaje de algunos insurgentes que han marcado nuestra vida lectora, nuestro particular viaje por este mundo, César Antonio Molina hace un reflexivo, apasionado y documentado trayecto por algunas de las vidas llenas de contradicciones, incomodidades e independencias. Fragmentos de intelectuales, escritores, poetas o narradores que no se doblegaron ante el poder. Una guía de vidas y lecturas que nos invita a volver dónde estuvimos o conocer lo que no supimos ver.

César, ni cínico ni hipócrita, ha conocido y detentado poder. Ha observado desde dentro los interiores y las transformaciones de algunos que se nos aparecieron con la apariencia de que las cosas de la vida, la política, el poder o la cultura, con ellos de responsables, serían mejores. Nada fue lo que pareció. Somos incautos que nos dejamos «engañar». Yo, como César, también creí que Bambi era bueno y que merecía nuestra compañía, nuestro apoyo. Aquel ciervo era un trepador, un leviatán leonés disfrazado de lector de Borges, un perfecto personaje para una historia nacional de la infamia.

César, que es un destacado intelectual, gallego como Pablo Iglesias, creyó que las vidas, la sociedad y la cultura deberían cambiar del lado del socialismo democrático. Consiguió abrir a la cultura al Círculo de Bellas Artes del que hizo un espacio de encuentros imprescindible. Siguió la estela de Chirino, Martín Patino, Azcona o José Luis Cuerda. Hizo posible la convivencia del carnaval con el pensamiento, el juego de billar con la libre expresión en sus espacios y en su café de encuentros plurales. Como director del Instituto Cervantes fue impulsor de numerosas nuevas sedes, lo convirtió en una institución abierta y dialogante. Nunca hubiera regalado ningún palacete parisino por servidumbre, ni por oscuras razones.

«Semprún había conocido bien los caminos del totalitarismo de izquierdas y, más tarde que pronto, se bajó de ese barco»

Invitó a que algunos de nuestros imprescindibles depositaran sus secretos y sus elegidos recuerdos, en esas Cajas de las Letras que hoy se dedican a la propaganda, el entierro y las fotos para la galería de los intereses creados por su actual responsable. Y siguió creyendo posible transformar nuestra vida intelectual desde ese ministerio dónde recibió el relevo de Jorge Semprún para seguir con la lucha «por la Cultura y la Libertad frente al totalitarismo». Semprún había conocido bien los caminos del totalitarismo de izquierdas y, más tarde que pronto, se bajó de ese barco. Otros no lo hicieron, al contrario, están en la convicción de estar en el «lado bueno de la historia». Ni son intelectuales, ni están frente a este renovado poder de cuño totalitario. Son los nuevos conservadores de un izquierdismo que no se baja de la propaganda. Son una tapadera fabricada con memoria y espíritu frentista, con artes del viejo entrismo comunista, con descalificación del otro y ocultamiento de sus negocios y negociados.

Hay que ser insurgentes como los habitantes del libro de César. Como Paul Valery y Svevo. Como Aristóteles o María Zambrano, como Saint-John Perse y Salvador de Madariaga. No se puede, ni se debe, uno fiar de los que se dicen una cosa y son la contraria. De los que llegaron para limpiar y enfangaron. De esos saprofitas disfrazados de humanistas. Cuando cada día escucho y leo las novedades de estos progresistas que ya ni son gauche, ni mucho menos divine, recuerdo uno de esos pensamientos estrangulados de un perpetuo insurgente, como lo fue Cioran, sobre alguien que se mira al espejo y se reconoce diciendo: «Levantarse temprano, lleno de energía y ánimo, maravillosamente apto para cometer alguna insigne villanía».

Soy de la tribu insurgente de César y su galería humana. Soy de Santayana, heterodoxo madrileño de Boston que, como se dice en Insurgentes: «La entrada en nuestra cultura de la filosofía de Santayana tendría un efecto redentor». Escribió en inglés lo que no se había escrito en español. No olvido su novela El último puritano que hace décadas nos recomendó Savater. Ni la lectura inicial de sus Diálogos en el limbo que conservamos en la primera edición española.

Ni mucho menos olvido lo que contaba mi familia paterna que creció en Ávila, que lo recordaban por sus calles y las de Mingorría. Ese español de Castilla, de Madrid, de Cataluña, que vivió sus últimos años, siempre con su pasaporte español, en Roma como un fraile civil. Un español humanista y liberal que quiso ser enterrado en el Pabellón Español, que en la Roma pagana y cristiana siguen sus restos en el Cementerio del Verano. Profesor de Eliot, de Robert Frost, de Gertrude Stein a la que incitó conocer Ávila y estuvo a punto de quedarse allí a vivir con su amiga Alice B Toklas, pero esa es otra historia. Gracias a César por recordarnos lo que no queremos olvidar. Por rescatar a un español católico y ateo, descreído y libre, creyente e insurgente. Con Woody Allen volvemos a su más famosa frase: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».

«Insurgentes nuestros que en este libro se mueven entre los suyos, ya sean Dante o Orwell; Paul Valéry o Stevenson»

En compañía de Santayana o de Madariaga, otra española que se exilió entre gatos romanos y que siempre recordó con añoranza aquella otra vida en el Madrid de Ortega. En su casa de la castiza plaza del Conde de Aranda, avivó tertulias y escuchó las discrepancias de aquellos educados insurgentes que discutían en el salón de su casa abierta para encontrar los claros del bosque.  Una de las nuestras de «nosotros los sin partido». Insurgentes nuestros que en este libro se mueven entre los suyos, ya sean Dante u Orwell; Paul Valéry o Stevenson; Adorno o Bowles. Forjadores resistentes, lectores, soñadores, seductores, aventureros y creadores de un mundo dónde no tienen cabida esta tropa indocumentada, ignorante y poderosa… por poco tiempo.

Vendrán las memorias y los escritos, las palabras y las vidas de estos que nunca fueron serviles, que no quisieron ni permitieron ser sometidos por los ignorantes que un día fueron poderosos. La historia es un animal vivo, sabe esperar, recordar y debe saber rectificar. Que sepamos espantar sus maniobreras y guerra civilistas actuaciones. Que se vean enfrentados a sus desnudas mentiras. Que Kirkegaard nos siga seduciendo. Que Kertész nos siga enfrentando con nuestro futuro. Que sigamos admirando a Steiner a pesar de discrepar. César A Molina, que admira a Steiner, reprocha alguno de sus contumaces errores como aquel en que acusó al idioma alemán de ser el mayor instrumento del nazismo. Recuerda Molina: «Las lenguas no son culpables sino quienes las manipulan. El alemán de Hitler no fue culpable, como el ruso de Stalin, el chino de Mao, el italiano de Mussolini o el español de Franco».

No somos culpables de las manipulaciones en nuestra lengua. Tampoco somos culpables de las mentiras en sede parlamentaria, en discurso público o en móviles desechables. Somos del país de Stevenson, de sus paseos y lecturas, aunque no seamos de su lengua, de su escritura que tan feliz nos hizo, nos sigue haciendo, desde aquellas lecturas adolescentes. Somos de su isla dónde toda imaginación es útil y necesaria.

Sigamos estas sendas, estas vidas, estas lecturas. Las de los más famosos y las de los demasiado desconocidos. Sigamos con los libros, con los insurgentes, con los de mayorías o los minoritarios. Sigamos al lado de ese moralismo de Stevenson: «Mejor sería que nuestros templos permanecieran vacíos antes que llenos de sacerdotes traficantes y aficionados al juego». Seguiré jugando, aunque siga perdiendo. Vuelvo a creer en la lotería como en los Reyes Magos. Vuelvo a creer que nos merecemos buena suerte, buenas lecturas. Que les toquen.

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