THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Elogio urgente de la monarquía

«Seamos irracionales, defendamos al Rey»

Opinión
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Elogio urgente de la monarquía

Abir Sultan | AP Images

Acaso salvo la Iglesia Católica, única institución local anterior a la Monarquía hispánica, ninguna otra creación social tradicional se antoja más definitivamente anacrónica e irracional que la que hoy, aquí y ahora, se encarna en la persona de Felipe VI de Borbón. Porque la monarquía es incuestionablemente anacrónica e irracional. Y de ahí, sin embargo, el sentido último de su vigencia actual, también el de su pertinencia irrenunciable. Si no sirviera para nada, como tanto insisten en repetir sus muy incoherentes detractores obsesivos, la monarquía se seguiría justificando por su muy manifiesta superioridad estética frente a la república, ese ideal de porteras a decir de Pío Baroja. Pero nadie combate contra los dioses muertos. Y es que a la monarquía se le puede achacar cualquier tara congénita salvo la de resultar políticamente inane. Porque la monarquía sirve, claro que sirve. Y ahora hablamos de política, no de formas, oropel y papel couché. Una contrastada funcionalidad práctica, la del Rey y su tan anacrónica e irracional auctoritas, que quienes mejor conocen son nuestros secesionistas domésticos. Un monarca meramente ornamental no galvaniza a una nación toda frente a asonadas insurreccionales como la encabezada en su día por la entonces máxima autoridad del Estado en Cataluña. Los jarrones chinos no paran golpes de Estado.

No estarían tan obsesionados con Felipe VI (el padre faldero, venal y tarambana no representa más que la oportuna coartada de circunstancias para tratar de cercar al hijo) si fuese de otro modo. Decíamos ahí arriba que la monarquía es irracional. Como la condición humana, procede añadir. En el alma mercantil y contable de los espíritus de tendero que informan la época que nos ha tocado vivir, las sociedades se asientan en el recto cumplimiento de los contratos mercantiles libremente acordados por las partes. Pero esas mediocres utopías de las almas de gerente de ultramarinos nunca habrían podido garantizar que las grandes naciones de la Historia, España entre ellas, alargasen su existencia a través de los siglos. Para que una comunidad humana se afirme a sí misma a través del tiempo hace falta algo más, algo que los tenderos ontológicos nunca podrían ofrecer. Un algo difícil de aprehender con palabras que remite a una cierta mística comunitaria, a una forma colectiva de sentido, a un sentimiento de pertenencia, arraigo y compromiso que tiene que ir mucho más allá de la prosaica convención mercantil. Es ese algo tan irracional a lo que se suele llamar patriotismo. El mismo algo que una figura regia consciente de su papel demiúrgico suele invocar de modo casi instintivo.

Y de ahí, por cierto, lo absurdo de pretender, como manda el lugar común recurrente, que la monarquía se modernice. Al contrario, la monarquía no tiene que modernizarse para nada. ¿Qué ganó la Iglesia tras reconciliarse con la modernidad por la vía de renunciar al latín y las sotanas, amén de permitir que cualquier imberbe armado con una guitarra y calzado con un par de chirucas profanase la liturgia inmemorial con sus cánticos rumberos? ¿Qué ganó desarmando el misterio? He ahí las basílicas vacías – y las consultas de las echadoras de cartas y demás estafadores llenas a rebosar- para el que aún no conozca la respuesta. Pese a todos sus pecados, que han sido innúmeros, la Monarquía hispánica cumplió su cometido histórico con la creación del Estado. Un Estado, el español, que después, en el siglo XIX, que era cuando tocaba, se mostró impotente para, a su vez, crear la nación. El atormentado transcurrir posterior de España, siempre puesta en cuestión a lo largo del XX y de lo que llevamos del XXI, tiene su origen en aquella fatal incapacidad del Estado liberal decimonónico para nacionalizar todo el territorio bajo su soberanía. A la postre, fue el Estado, no el principio monárquico, quien falló. Seamos irracionales, defendamos al Rey.

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