En Beirut
«Nunca pensé que caminaría tan tranquilo con el cañón de una tanqueta sobre nuestro grupo o el de un fusil de asalto apuntando a nuestras cabezas»
Cuando me invitaron a visitar Beirut –de esto hace ya 11 años– estaba leyendo Zona, la gran novela de Mathias Enard. No recuerdo la frecuencia con exactitud pero creo que cada dos o tres capítulos uno se desarrolla en El Líbano durante la penúltima guerra. A partir del momento en que acepté la invitación seguí leyendo Zona, saltándome los capítulos libaneses. Suficientes imágenes de aquella guerra había tenido durante mi adolescencia como para añadirle unas cuantas más, mejor escritas que las reales, entonces ya difuminadas por el tiempo. No quería que ninguna de ellas tiñera mi viaje como habían teñido mi idea de Beirut años atrás, más allá de varios libros capitales de Amin Maalouf, de Kenize Mourad y su De parte de la princesa muerta, o de las páginas que el poeta catalán Josep Carner –que fue cónsul de España– dedicó a la ciudad. Cuando regresé me vine cargado de libros sobre la ciudad y de las novelas de Charif Majdalani –al que volví a encontrar, pocos años después, en Francia– y de Rabih Alameddine, aconsejado por una amiga que ha de aparecer más adelante. Naturalmente, leí los capítulos que me faltaban de Zona y a partir de ese momento seguí todo lo relativo a Beirut como quien lee sobre su propia ciudad, algo que sólo me había ocurrido con Burdeos. Pero no he vuelto nunca más. No lo he hecho sin dejar de estar, de una manera u otra, en Beirut. Quien haya visitado la ciudad alguna vez, sabe de lo que hablo.
Mis anfitriones fueron la Universidad jesuita de Saint Joseph y la UNESCO, organizadoras de un festival literario que se titulaba algo así como ‘El escritor, agrimensor de ciudades’. Por España estábamos invitados Eduardo Mendoza y yo. Por Francia, Patrick Deville, Olivier Rolin y el poeta Jean Christophe Bailly. El brasileño Ruffato, el uruguayo Mondragón y el mexicano Volpi completaban la orquesta de cámara, que cumplió su cometido de forma impecable. Se trabaron amistades –Rolin y Deville, en mi caso– y se frecuentó el Beirut nocturno –el restaurante ‘Racines’, en el barrio de Achrafieh; o la búsqueda del bar Kalashnikov, donde Deville contaba que todavía pasaban vídeos de George Marchais ‘de cuando los comunistas eran gente seria’ (sic), que no encontramos; los taxis en la carretera de Damasco, las huellas de la guerra a un lado y otro…–. Nunca pensé que caminaría tan tranquilo con el cañón de una tanqueta sobre nuestro grupo o el de un fusil de asalto apuntando a nuestras cabezas. Si en España hubiera tragado saliva, taquicárdico –todo lo que evocaba aquello que evité en las páginas de Zona–, en Beirut no pasaba de ser una anécdota más y sin importancia. Como los puestos de control militar camino del aeropuerto o las banderas negras con letras doradas del barrio de Hezbollá. La vida brillaba con una superioridad distinta.
Pero las mañanas –a las tres y pico de la tarde ya caía la oscuridad de golpe, aunque nunca la ciudad dejaba de ser bulliciosa y eléctrica– fueron el esplendor. Como la simpatía, tan vitalista, de las cristianas beirutíes, las piezas del museo arqueológico, los paseos por La Corniche, el barrio copto, los frescos ametrallados de una iglesia greco-católica, o la luz de la Universidad Americana, con el mar a nuestros pies. Y al evocar el mar y el puerto, la conciencia que Beirut te regala para siempre, como de un nuevo bautismo. Sabes que pisas la Antigüedad, que el eco de tus pasos es el de la Ilíada y la Biblia y que la luz de aquel mar es una luz de joya antigua, engarzada en plata, más luminosa que ninguna otra y que el aire que respiras es la Historia de donde viene el nacimiento del mundo. Y todo eso está ahí todavía, como estuvo cuando los fenicios trazaban las rutas del Mediterráneo. A mi lado, guiándome como Virgilio, descartando lo que no fuera esencial y aportando ella misma palabras y gestos inolvidables, una mujer tan bella como inteligente cuya amistad permanece y que siempre he de asociar a la ciudad.
También ella y su casa padecieron hace diez días las consecuencias de la misteriosa explosión que reventó la ciudad por dentro. Y sobrevivió, como el espíritu de la ciudad ha sobrevivido a través de las guerras. Como sobrevivirá Lady Cochrane, el último personaje proustiano de Beirut (Tomás Alcoverro ha escrito sobre ella en varias ocasiones), cuyos salones acogieron lo mejor de la civilización tanto de paso como beirutí. Como ella, mi amiga –que esos días me hizo pensar en la Justine durrelliana– es Beirut y en Beirut, ya lo dije, he de vivir siempre, aunque nunca regrese, que no lo sé.