THE OBJECTIVE
Guillermo Garabito

Con qué gusto nos quedábamos

«El pueblo es eso que funciona de la vida, por eso se ha ido quedando arrinconado en nuestro mundo, pero siempre se vuelve a él»

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Con qué gusto nos quedábamos

Bernat Armangue | AP Images

Dar tierra a un verano, como si cada tarde, con cada puesta de sol, murieran unos versos en una ciudad cualquiera. Así se ha muerto el mío. Quedan sólo las tejas frías porque el sol ya no es el mismo, el pueblo sí. El pueblo permanece. Es lo único que no cambia en esta España que oscila cada quince minutos: la España incierta. Cambia el numero de casos, la palabra de los políticos, cambian las normas de una tarde para otra, las mascarillas no eran necesarias, ahora sí. Cambian todo menos Fernando Simón que es la Sibila de Cumas de la incertidumbre. En España no quedan certezas, sólo quedan los pueblos y en los últimos ocho días se han ido vaciando. Mis vecinos han cerrado las persianas porque el negocio no da más de sí. Ellos, que vienen a pasar todos los meses de agosto desde la otra punta de España a la casa familiar. ¡Qué gran negocio!. «Con qué gusto nos quedábamos», me dice cada año la abuela al despedirse. Pero como el año anterior, este, tampoco se quedan.

El pueblo es eso que funciona de la vida, por eso se ha ido quedando arrinconado en nuestro mundo, pero siempre se vuelve a él. Hemos montado una sociedad pragmática a corto plazo y los pueblos, por sus horizontes y la altura de sus cielos, requieren amplitud de miras. El pueblo es la única cosa cierta que se sucede una y otra vez todos los años. Cuanto más busco evidencias, más vuelvo a esta: Al jardín hecho de siglos y los árboles que un día plantaron mis abuelos.

Mientras, cada vez leo a más gente que lo que echa de menos en estos meses de pandemia es viajar y acompañan su añoranza de una foto en París o Filipinas. Sólo quieren oír hablar de lugares exóticos, de aviones, de fotos con muchos kilómetros de distancia. Y yo me doy más cuenta aún de que soy un hombre con pudor de lejanías. Guardo eso para mí, sí, y para algún rato. Mientras, hago patria en lo cercano, en lo cierto de estos Torozos infinitos, en lo atemporal de esta paramera, en las pocas certezas con las que convivo en mi jardín. Fuera todo es confuso. Mi jardín es la patria donde habitan mis certezas, incluso en invierno desierto de flores y de manos. El invierno lo aprovecho para cultivarme a mí mismo y siembro palabras, artículos y la idea de que algún día escribiré más largo hasta que salga un libro.

Es curioso cómo durante la pandemia aumentó la demanda de casas con jardín en los portales inmobiliarios y aparecían sobre todo casas en urbanizaciones que no están en la ciudad ni por asomo. Lo curioso es que esa gente, con todas las horas que ha tenido, no haya entendido que muchos pueblos ofrecen lo mismo que las urbanizaciones sin ese colectivismo de camisa blanca y fiestas ibicencas donde se pierde la dignidad, como decía el otro día Esperanza Ruiz. Y más barato aún. ¡Bendito teletrabajo, que es el mesías que está por llegar!

Los pueblos son la certidumbre de que todos los que ahora se han ido volverán el próximo verano y en septiembre, otra vez, se irán. Los pueblos son las certezas que nos quedan mientras viven en secreto en la esperanza de que, algún día, una pandemia y un milagro después, la gente volverá para quedarse. Septiembre es colocar el verano en un altar.

Los pueblos son un verso de un poema de mi abuelo –la poesía es la última certeza que me queda–: “En las tardes del otoño breves / se fecundan alegres primaveras”.

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