THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Hijos de la ira

«Las estatuas nos juzgan con sus ojos. Nos miran y nos observan sin decir nada, calladas como una sombra que pesa sobre nuestras conciencias»

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Hijos de la ira

Michael DeMocker | AFP

Las estatuas nos juzgan con sus ojos. Nos miran y nos observan sin decir nada, calladas como una sombra que pesa sobre nuestras conciencias. Esa es su misión, en efecto: reflejar el poder, pero también la grandeza y la perfección humana. Juan Claudio de Ramón tuiteaba hace unos días la fotografía de una pareja de amantes etruscos: el retrato idealizado del amor conyugal –esa potencialidad que late en toda relación. La estatuaria griega y el Renacimiento italiano anhelaban representar las formas humanas en su plenitud, sin fisura alguna de nuestras miserias. Las esculturas del Románico –también sus pinturas murales, las iluminaciones de sus manuscritos–, al igual que los iconos de Oriente, nos hablan de otro ideal: el del espíritu, aunque sin ocultar sus horrores nocturnos, esos bajos fondos del alma. Ya tratase de lo más santo o de lo más demoníaco, el arte del poder nos recordaba como una admonición que el hombre es capaz de mucho más… y de mucho menos. Que el pasado tiene muchas cosas que enseñarnos. Y que nadie es un buen juez de sí mismo. De hecho, ninguna época lo ha sido.

Porque lo que nos muestra la actual iconoclasia es que ya no sabemos perdonar a nuestros padres aquello que probablemente tampoco nuestros hijos sabrán perdonarnos. Al contemplar las imágenes ya no aspiramos al ideal hacia el que apuntan, sino que nos vemos reflejados a nosotros mismos con nuestra carga de ira y de rencor. Y, al derribar las estatuas de antiguos esclavistas –aunque también las de santos y héroes–, lo que actúa en el fondo es una forma peculiar de auto-odio, encubierta bajo el disfraz de la corrección política y de la justicia moral. No sólo nos sentimos superiores al pasado, sino que debemos eliminarlo. Pero, ¿qué es lo que resulta tan insoportable? ¿La fragilidad humana que se oculta tras esa idealización?, ¿el maniqueísmo presente en cualquier opción binaria?, ¿la complejidad inherente a la realidad? ¿Es la moda mimética lo que impulsa ese furor destructivo? No deja de ser paradójico que, mientras se procede a la quema de las estatuas, se construya otro pasado igualmente idealizado, sin relación con de la historia verdadera, sino sencillamente con otros valores que reflejan los intereses de otros poderes.

Las civilizaciones se construyen sobre la suma, con una libertad propositiva y no con el hedor de la deconstrucción. Y también respetando la verdad, la cual, entendida en su auténtica profundidad, nunca es simple, puesto que exige continuas matizaciones y nuevos aportes. Y, así como resignificar los monumentos cuando sea necesario hacerlo tiene todo el sentido del mundo, derribarlos no. Al darles un nuevo significado, nos hacemos cargo del pasado y contribuimos a engrandecerlo, depurando sus posibles errores. Al demolerlos, nos convertimos en hijos de la ira y algún día tendremos que asumir las consecuencias. También aquí se cumple la máxima evangélica de que así como juzguemos seremos juzgados. Y son muy pocos los que logran escapar a la locura de su tiempo.

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