John McCain: el perdedor ejemplar
A unos pocos hay que agradecerles que, simplemente, se dejasen ver. Porque esas son para los demás raras ocasiones que ya no se olvidan nunca. Me pasa con Messi, a quien he visto un par de veces en persona. Y me pasa con John McCain, a quien vi cuatro veces. Fue en un mismo verano de hará ahora demasiados años; el verano en el que fui becario en el Senado americano.
A unos pocos hay que agradecerles que, simplemente, se dejasen ver. Porque esas son para los demás raras ocasiones que ya no se olvidan nunca. Me pasa con Messi, a quien he visto un par de veces en persona. Y me pasa con John McCain, a quien vi cuatro veces. Fue en un mismo verano de hará ahora demasiados años; el verano en el que fui becario en el Senado americano.
La primera vez fue en la cola del café. Era una cola corta en uno de los tantos bares que se esconden bajo el suelo del Senado y McCain no debía ser el único Senador que corriese entonces por allí. Hay que reconocer que no era nada extraordinario, pero yo entonces no lo sabía. Y me parecía el colmo de la campechanía verlo allí, al héroe americano, al casi Presidente de los EEUU, esperando turno como cualquier hijo de vecino, hablando y bromeando con un joven que bien podría ser su becario. Allí estaba para reafirmarme en la idea de que tras todo héroe debe de esconderse un hombre corriente, y que eso no le quita ningún mérito sino que se lo da todo. Es justo eso que pretende no entender Trump cuando dice que prefiere a los héroes que no se dejan coger. Como si no fuese lo que hacemos cuando nos pillan, cuando más vulnerables y más humanos somos, lo que nos convierte en héroes o en villanos. Para entenderlo un poco mejor que Trump basta leer los primeros párrafos de la excelente crónica que le dedicó David Foster Wallace durante las primarias del 2000.
Pocos días después lo saludé en una especie de photo op de esos que les montan a los niños para que vean de cerca a sus ídolos. Allí nos llevaron a nosotros, los interns del Senador Martínez, para que nos hiciéramos un par de fotos con él. Y recuerdo que cuando me tocó el turno me preguntó de dónde venía y cuando le dije que de Barcelona me dio la mano y contestó que había estado allí hacía muchos años, con el ejército. Me dijo que era una ciudad muy bonita (qué iba a decir) y sonrió por debajo de la nariz, en lo que fue toda la confirmación que yo necesitaba de su fama de mujeriego. Me pareció entonces y todavía me lo parece más ahora que esa era la sonrisa irónica de quien recuerda que para ser feliz y pasarlo bien no hay ninguna necesidad de meterse a héroe.
Los dos últimas veces que lo vi fue en el mismísimo Senate floor. La penúltima fue en una votación, a la que me metió mi Senador medio de escondidas para que le viese votar en contra de Corea del Norte. A las votaciones no podíamos acceder, pero los visitantes pueden meterse en el Senado mientras está en sesión y así fue como lo vi la última vez. Nos habíamos escapado unos pocos a ver qué tal el debate y una vez aposentados en la tribuna reservada para los cotillas nos dimos cuenta de que allí no había más senadores que John McCain, que de pie tras su escaño parecía hablar sólo. Y viéndolo allí, hablando bien y con vehemencia y disertando sobre temas importantes con la seriedad que los asuntos y el cargo le exigían, parecía un hombre plenamente capaz de predicar en el desierto. Quizás fuese esto, este sentido del deber y de la dignidad, lo que le hizo un perdedor tan ejemplar. De aquí debieron salir sus célebres reganiñas a sus propios votantes y de aquí debió salir también el discurso de concesión a Obama, que es uno de los únicos y de los más bellos discursos políticos que yo haya visto entero y en directo.
Del mismo sitio, del mismo carácter y del mismo deber, venía también el coraje de enfrentarse a Trump cuando fue necesario. Es el coraje que lo ha hecho al fin tan simpático muchos para quienes hasta hace poco McCain era simplemente el republicano que había tenido la desfachatez de enfrentarse a Obama. Había que ser muy reaccionario, muy ciego, muy racista incluso, para tratar de frenar el avance de la justicia histórica, la dignidad, la modernidad y la democracia que representaba Barack Obama. Y algo de justicia histórica sí que tiene que ahora lo lloren o lo finjan quienes tanto lo habían insultado. Porque confirma que cualquier hombre que quiera dedicar su vida a defender las causas que tenga por más nobles deberá estar dispuesto a predicar en el desierto hasta que la historia o la razón le tomen la palabra. Porque incluso cuando parece que no, siempre hay alguien que escucha.
Sin miedo a perder, porque todo el mundo sabe que las causas que merecen la pena son las causas imperfectas, que de esta lucha como de esta vida sólo se sale derrotado y que lo único que nos queda es elegir entre una derrota humillante o una derrota noble e incluso heroica.
En algún lugar leí que la canción favorita de Trump es Is that all there is?, de Peggy Lee. Es una canción magnífica, pero tiene algo de canción para pijos, que no saben lo que tienen porque no saben lo que pueden perder. Es la canción de quien ve arder su casa y las llamas le parecen pocas y bajitas. Es la canción, en realidad, de quien no ha visto nunca el fuego. Pero McCain sí que lo vio. Y volvió del fuego convertido en héroe para enseñarnos que sí, que hay algo más, mucho más, que lo tenemos aquí mismo y que merece y mucho la pena dedicar la vida entera a luchar por conservarlo.