THE OBJECTIVE
José García Domínguez

La austeridad, esa estafa intelectual

«Tanto dolor, tanto sacrificio humano para nada. Y ahora, 12 años después, rectifican»

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La austeridad, esa estafa intelectual

Cliff Owen | AP

Con solo 12 años de retraso sobre el horario previsto -la Gran Recesión empezó en 2008-, el Fondo Monetario Internacional acaba de entonar algo así como un público y compungido mea culpa por su papel de supremo ariete ideológico de la llamada austeridad, esa novísima forma de terrorismo intelectual que sembró de sufrimiento inútil el sur de Europa durante casi una década. Uno de los grandes misterios de nuestro tiempo es que, pese a la muy manifiesta y contrastada incompetencia de sus arrogantes tecnócratas, el FMI todavía se siga adornando con ese halo mítico de oráculo del saber económico. Repárese, sin ir más lejos, en la definitiva ceguera clínica que destilaban sus sucesivos informes sobre España cuando las vísperas mismas de la explosión de la mayor burbuja de la historia. Porque tampoco entonces fueron capaces de ver nada, nada de nada. Lo que cualquier vendedor de pisos con estudios primarios era capaz de adivinar ya con claridad constituía, en cambio, un arcano indescifrable para sus altos funcionarios sobre el terreno. De ahí el ridículo tenor de su último informe oficial sobre España previo al desastre, un papel fechado el 16 de mayo de 2007, ¡apenas un cuarto de hora antes del cataclismo!, que se limitaba a insistir en sus lugares comunes de siempre. La cantinela habitual, que había que «liberalizar» el mercado de trabajo y cuatro cositas más, todas ellas irrelevantes en la génesis del diluvio inminente. Ni una palabra sobre los precios inmobiliarios demenciales en España y el endeudamiento sideral de los agentes económicos, ni una miserable palabra. Nada.

Y después vinieron con la falsa religión de la austeridad. Falsa religión, sí, porque lo que en realidad yacía bajo ese cuerpo de doctrina autodestructiva que se apoderó de las élites europeas era una inopinada secularización de la escatología cristiana. Así, la opinión económica oficial se transmutó en una especie de retablo moral llamado a confrontar las virtudes de las laboriosas hormiguitas del Norte con las perezosas cigarras del Sur. Buenos que recibían su justo premio en forma de pleno empleo y superávits comerciales frente a malvados haraganes merecedores de todas sus desgracias macroeconómicas. El derrumbe del PIB devenido loable castigo divino a los muchos vicios de los vagos meridionales. Y luego, la penitencia colectiva, insoslayable condición expiatoria de los pecados, el vía crucis doliente que abre la puerta a la gracia del crecimiento y la prosperidad. El sufrimiento mudado en virtuoso ejercicio de purificación. El martirio como antesala de la gloria financiera. La política económica convertida en un auto de fe. Un mito falsamente laico, ese de la austeridad ahora repudiada, que, más allá de analogías con las ahorradoras amas de casa de los tiempos de María Castaña para consumo de la plebe televisiva, se sustentaba en algo llamado teoría de la exclusión.

Una falacia conceptual que, resumida, se podría explicar así: el sector público, al competir con el privado en busca de unos recursos financieros limitados por definición, empuja al alza los tipos de interés como consecuencia directa de su presencia en el mercado de capitales, lo que provocará una paralela disminución de las inversiones privadas. Llevado al extremo, cada euro así captado por el Estado para sus proyectos tendrá como réplica inevitable la disminución en un euro de de la inversión privada total durante el mismo periodo de tiempo. Ergo, el Estado, y por el bien de todos, debería cruzarse de brazos y abstenerse de hacer nada mientras el mundo económico se derrumba ante él. Suena bien, incluso muy bien, pero es una falacia. Y tosca, además. Lo es por media docena de razones lógicas, pero la más evidente, comprensible hasta por un niño, es que los grandes déficits públicos de los países occidentales, todos generados a partir de 2008, han venido a coincidir en el tiempo con los tipos de interés bancarios más bajos de los últimos cien años. Por tanto, ni exclusión ni niño muerto. Nos dijeron que deberíamos tragar el aceite de ricino de la austeridad para asear las cuentas del Estado, para aplacar su endeudamiento galopante, pero cuantas más cucharadas del veneno nos administraban, más y más crecía la deuda pública. Tanto dolor, tanto sacrificio humano para nada. Y ahora, 12 años después, rectifican. En fin, mejor tarde que nunca.

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