THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Un artista del robo

Stéphane Breitwieser, cuya historia cuenta Michael Finkel en ‘El ladrón de arte’, sufría una pulsión de coleccionista

La peseta cultural
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Un artista del robo

Paisaje con un cañón, de Alberto Durero, robado del Museo de Bellas Artes de Thun. | Fletcher Fund,1919/The Metropolitan Museum of Art

A todos nos ha sobrecogido alguna vez el precio que alcanzan algunos objetos o pinturas y seguro que nos hemos preguntado ¿y por qué? ¿Cuál es la razón de esos precios colosales? La respuesta inmediata es: hay gente que los compra. Y no uno, sino muchos. Y se pelean por obtenerlos. A veces es una tabaquera del siglo XVIII, o una corneta del XIX, o una acuarela holandesa mal conocida. Todos estos ejemplos no son inventados, son sólo algunos de los robos del mayor ladrón de arte de todos los tiempos, Stéphane Breitwieser, cuya historia cuenta Michael Finkel en El ladrón de arte (Taurus).

La publicidad del libro dice que este ensayo se lee como una novela y, por una vez, es verdad, no tiene ninguna pretensión ni literaria ni ideológica, es un reportaje neutro. Lo más novelesco, sin embargo, es que todo cuanto relata sucedió de verdad por increíble que parezca. Lo que llegó a acumular aquel muchacho que empezó a robar cuando tenía 20 años y terminó diez años más tarde, es impresionante. Según los expertos, en el momento de máxima acumulación tenía una colección valorada en 1.400 millones de dólares. Un descomunal tesoro que guardaba en una buhardilla de la casa materna, donde vivía pobremente, sin un céntimo y sin trabajo alguno. No obstante, nunca vendió nada. Y esa es la cuestión relevante.

Porque no robaba para enriquecerse, sino por amor a cada una de las piezas y estas eran muy variadas, no sólo las que consideramos «arte» rutinariamente, sino muchas otras como las que antes he mencionado. Son cosas sobre las que pasamos una mirada distraída en nuestras visitas a los museos, pero Stéphane no. Él escrutaba rápida y eficazmente hasta dar con algún objeto que despertara su pasión. Podía ser una pequeña talla de marfil de 1627, pero también una pistola de chispa de 1720 o un cáliz montado sobre concha de nautilo de más o menos 1650.

En cada uno de los 300 objetos que llegó a atesorar había algo que le seducía. Podía ser la madera de tilo de un relieve barroco o el resplandor de una pintura sobre cobre de Jan van Kessel cuyos colores relumbraban como joyas. A veces alguna de las piezas era valiosísima, pero no le importaba. Y aún más notable, tampoco era la valía artística lo que le llevaba a robar, sino el valor sensual. Un detalle, una peculiaridad, desataba su pulsión de coleccionista, porque eso es lo que era, un coleccionista. En ningún momento se planteó vender o comprar, sólo quería poseer, acumular y como no tenía ni un duro, robaba.

El coleccionista tiene una personalidad muy interesante. Sobre ella escribió páginas oscuras y luminosas, perdonen el oxímoron, Walter Benjamin, que sabía de lo que hablaba porque él también era un coleccionista compulsivo. Siempre hay un fondo neurótico, chiflado, en el coleccionista y sin duda Stéphane sufría algún desequilibrio mental porque su pasión le conducía a la catástrofe y él lo sabía.

Stéphane Breitwieser. | Wikimedia Commons

«Cuando ya sabía que la policía le seguía el rastro en cinco países, no pudo dejar de robar hasta precipitarse en el abismo»

Durante años actuó en colaboración con una muchacha que le adoraba, Anne-Katherine Kleinklaus, tan joven como él. Ella le cubría las espaldas, vigilaba a los vigilantes y le daba la señal de actuar cuando creía que las condiciones eran favorables. Así y todo, las hazañas de Stéphane son remarcables. En alguna ocasión llegó a destornillar hasta seis sujeciones de una vitrina en un tiempo impensable y sólo con la ayuda de una navaja suiza. O descolgó un retablo subido a una silla y desde allí anuló en equilibrio precario los enganches del muro. En fin, era un verdadero artista del latrocinio.

Su personalidad nos dice mucho sobre los coleccionistas en general. En primer lugar, que no podía detenerse, era su droga, pero también el aire que respiraba. Aun cuando ya sabía que la policía le seguía el rastro en cinco países, no pudo dejar de robar hasta precipitarse en el abismo. No podía y no sabía hacer otra cosa, era su única actividad bien conducida y de la que se sentía orgulloso.

¿Estaba chiflado? Muy posiblemente, pero su enfermedad mental no era dañina, aunque sin duda robaba al patrimonio nacional, es decir, a toda la sociedad. Aquel pobre muchacho solo se sentía vivo y satisfecho de vivir, incluso feliz, cuando, tumbado en la gran cama de la buhardilla miraba sus tesoros y a veces tomaba uno entre las manos y lo acariciaba con deleite porque ese era su verdadera amante, aunque amara a Anne sin la menor duda. 

Insisto: interesante personalidad la del coleccionista, y más si pensamos que casi todos nosotros somos coleccionistas de algo, de lo que sea, vivo o inanimado, valioso o fútil, desde los cromos de la lejana infancia hasta los partidos de nuestro equipo. No les cuento cómo acabó la colección de Stéphane porque hay que dejar siempre una lucecita encendida durante la noche.

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