THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Historia sagrada

«’Herejia’, de Catherine Nixey, es un estudio necesario y fascinante sobre los orígenes de nuestra cultura, que llega cuando esa cultura se está oscureciendo»

La peseta cultural
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Historia sagrada

El Cristo de las Injurias, en Zamora.

Los occidentales llevamos unos dos mil años sumergidos o rodeados en y por la religión cristiana. En realidad, algo menos, digamos mil quinientos. No está mal. Y aunque la luz del cristianismo se está apagando, sigue luciendo en las artes y las letras. Basta mirar la cartelera de espectáculos para ver jesucristos superestars o vírgenes madres por todas partes. Eso sin contar con miles, quizás millones, de creyentes que aún siguen obedeciendo las órdenes de las múltiples sectas cristianas.

Hay una razón para que la religión cristiana se mantenga, fundamentalmente por obra del arte y de la literatura, y es que se basa en una historia: la infancia y muerte de un personaje del siglo I que suele llamarse Jesús de Nazaret, pero que pasó a denominarse «Jesucristo», o «el ungido», cuando le llegó la muerte. Es una narración que se va perdiendo en tanto que Historia Sagrada (así se llamaba una asignatura en el bachillerato del pasado siglo), pero que mantiene todo su interés literario y sobre todo su carga intelectual para quienes piensan sobre la cultura de nuestra historia occidental. No hay que engañarse, si aún vemos como algo moralmente insoportable a políticos como Maduro o Sánchez es por nuestras indisolubles raíces cristianas. Parecen sátrapas paganos como Nerón o Calígula.

Por esta razón es muy recomendable estudiar por qué la novela de Jesús es la que es, y no otra. En realidad, se conocen cuarenta y tantos evangelios, o sea, novelas de Jesús que nada tienen en común con la que establecieron los cuatro evangelios canónicos. La decisión de que la historia del dios nacido de una virgen hebrea sea tal y como la cuentan cuatro redactores que no lo conocieron (datan de entre los años 40 y 110), es apasionante, pero para resumir un asunto inmenso digamos que esa imposición llevó consigo borrar medio centenar de historias alternativas de Jesús que habrían podido perfectamente formar parte del Nuevo Testamento y que se leyeron tanto o más que los evangelios canónicos. Esa destrucción la llevó a cabo una minoría sectaria tras la toma del poder del cristianismo a partir del siglo IV.

De eso trata una fascinante inmersión en los llamados «apócrifos» y también «evangelios apócrifos» titulada Herejía (Taurus), que ha publicado Catherine Nixey, hija de una monja y un fraile, ambos exclaustrados, a quien apasiona averiguar cómo es posible que una diminuta secta de unos 7.000 seguidores de Jesús (cálculo de M.K. Hopkins, 2018) conquistara todo el mundo occidental. Es casi una segunda parte de la muy celebrada La edad de la penumbra, que editó también Taurus hace siete años. ¡Siete años ya!

He aquí la historia de algunas de las vidas de Jesús y de María rechazadas y destruidas por la ortodoxia, aunque sin éxito porque se pueden leer a día de hoy sin ningún problema. Y lo cierto es que hubo entre los siglos II y IV cientos de «jesucristos» milagreros, magos (en las representaciones primitivas de Jesús siempre aparece con una varita mágica, a lo Harry Potter, cada vez que obra un milagro) y resucitadores. Sobre estos últimos había tal abundancia que Plinio el Viejo, en su monumental Historia, les dedica un capítulo entero.

«En el ‘Evangelio de la infancia de Tomás’ aparece un niño Jesús de cinco años que mata a los compañeros que le molestaban»

Hay leyendas más inquietantes, como el Evangelio de la infancia de Tomás (siempre del siglo II) en donde aparece un niño Jesús de cinco años que mata a los compañeros que le molestaban. Otras son fuentes que fueron aceptadas por la cultura popular como el Evangelio de la infancia de Santiago que es donde aparecen el buey, la mula y el pesebre que no figuran en el Nuevo Testamento. En este evangelio se menciona también una partera ayudando a María a dar a luz, pero al constatar que conserva el himen se lo cuenta escandalizada a una compañera, la cual decide comprobarlo y al ir a meter sus manos en la vagina virginal se le secan y caen al suelo hechas ceniza.

En fin, hay muchas historias alternativas que por cierto se pueden leer en A. de Santos, Los evangelios apócrifos, sin temor al pecado porque han sido editados por la Biblioteca de Autores Cristianos con bendición eclesiástica. La obra que comentamos está muy bien traducida y sólo me permito un detalle pedantesco: cuando menciona la inexistencia del infierno en el Nuevo Testamento, Nixey habla de la traducción de la palabra griega gehena al inglés, y el traductor hispano, con razón, anota que la versión de la biblia protestante en español escribe «infierno». Lo cual es cierto para la de Cipriano Valera, pero no para la de Casiodoro Reina (la del Oso), el cual traduce más exactamente «quemadero» (edición Alfaguara, p.118). Pero, claro, la de Casiodoro fue enmendada por Valera con el fin de complacer a los protestantes.

Resumiendo, este es un estudio necesario y fascinante sobre los orígenes de nuestra cultura y aunque llega cuando esa cultura se está oscureciendo a gran velocidad, pues mayor razón para leerlo y pensarlo y rumiarlo.

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