Más prósperos
«Si pretendemos avanzar hacia una sociedad próspera, necesitamos más voluntad colectiva –querer ser más y mejores y no menos y peores– y precisamos un salto tecnológico y científico que dispare la productividad general»
Cuenta Ross Douthat en La sociedad decadente que el último gran empeño colectivo de la humanidad fue el proyecto Apolo, gracias al cual se logró llegar a la Luna. Nuestra prosperidad es heredera todavía de la tecnología que hizo posible que Armstrong pisara el suelo lunar. Hablamos de tecnología, que es como hablar de prosperidad, pero hablamos también de una visión, de un anhelo. Resulta inimaginable el mundo sin los avances originados por la exploración espacial –del GPS a la mejora de los materiales o a la industria de los satélites– y de la cual es deudor nuestro día a día. La pregunta por el desarrollo es, por tanto, una doble pregunta, que concierne a los sueños colectivos y a los avances científicos. Voluntad y conocimiento, diríamos. También moral, evidentemente, en el sentido clásico de la mesura y de la contención.
Voluntad y conocimiento. La erosión progresiva de los estándares de vida en Occidente tiene que ver con los efectos secundarios de la globalización, es decir, el hiperendeudamiento y una regularización esclerotizante, pero también con un olvido de los grandes anhelos. Peter Thiel lo ha resumido en una frase magistral: «Soñábamos con coches voladores y tenemos 140 caracteres». Algo de eso hay. En lugar de lo palpable, de lo material, la mentalidad del hombre moderno ha preferido ir en busca de una mayor abstracción en todos los campos, transitar de la realidad concreta a la virtual por así decirlo. En lugar de jugar al balón en la calle, los niños socializan a través de la Play o charlando en las redes sociales. Las consecuencias psicológicas de estas prácticas todavía no se conocen plenamente. Pero ahora no me interesa tanto hablar de las tendencias de fondo como del binomio voluntad y conocimiento, que es -junto a la cultura- el que hace posible el progreso.
Si pretendemos avanzar hacia una sociedad próspera, necesitamos más voluntad colectiva –querer ser más y mejores y no menos y peores– y precisamos un salto tecnológico y científico que dispare la productividad general, tal como sucedió con el Apolo. ¿Por qué no soñar con rentas per cápita en España de cincuenta, sesenta o cien mil euros anuales? ¿Por qué no aspirar a una energía más abundante, barata y limpia? ¿Por qué no acelerar la inversión en ARN mensajero de modo que lo posible en una década –vacunas contra algunos tipos de cáncer, la gripe o el VIH– se logre en un lustro? Pensemos en Marte: ¿qué efectos sobre la productividad a largo plazo tendría el desarrollo de las tecnologías necesarias para llegar al planeta rojo? Y la exploración de las profundidades del océano, tan ignotas ¿no merecería la puesta en marcha de una agencia similar a la NASA o a la ESA? Son unos pocos ejemplos, casi aleatorios. Pero la respuesta es una: el futuro exige que incrementemos la productividad y, por tanto, que desarrollemos nuevas e inesperadas tecnologías.
Tyler Cowen ha reflexionado sobre este aspecto en su ya clásico ensayo The Great Stagnation. En buena medida, somos herederos de los avances científicos que tuvieron lugar hace ahora un siglo, pero, lamentablemente, en las últimas tres décadas, hemos asistido a un implacable frenazo en el crecimiento de la productividad, a la vez que se disparaba el endeudamiento y la burocracia extendía sus tentáculos sobre casi cualquier aspecto de la vida. No hay otra alternativa que acelerar la innovación.