THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Meritocracia, mesocracia… y el 'Lucky Sperm Club'

«Veo en las críticas a la imperfecta noble causa de la meritocracia una rendición incondicional al fatalismo pesimista que, según el parecer de algunos, va inevitablemente asociado a la pobreza»

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Meritocracia, mesocracia… y el ‘Lucky Sperm Club’

Jonathan Chng | Unsplash

La de la meritocracia es otra de esas nobles causas imperfectas cuya única alternativa razonable es una menor imperfección, porque la vulgarcracia, la herenciocracia, la peorcracia, la vagocracia, la mesocracia o la suertecracia no son alternativas muy alentadoras.

Antes de que el sociólogo británico Michael Young se sacase el término de la chistera, en 1957, en España la izquierda hablaba de aristarquía para referirse a la aristocracia del mérito. El socialista Fernando de los Ríos, defensor del «sentido humanista del socialismo», siendo ministro de educación estaba empeñado en fomentar el acceso transparente de los mejores a los cargos de responsabilidad pública con argumentos que hoy escandalizarían a la ministra Celaá: «Hay un problema ético para cada profesor, que consiste en no coadyuvar a la dramática falacia de que es víctima el escolar cuando se le da un título de capacidad sin tenerla». La socialización de la enseñanza debía permitir la selección y renovación de los mejores. Les reconozco que a esto aspiro yo también, porque no me gusta nada ser gobernado por los mediocres. Prefiero una meritocracia imperfecta a una mesocracia plusquamperfecta.

Fernando de los Ríos tomó el concepto de «aristarquía» del socialista catalán Gabriel Alomar, para el cual no significaba otra cosa que una democracia sana. «Democracia y aristarquía», escribió en 1925, «son ideas que se complementan».

Fernando de los Rios y Alomar estaban recogiendo el ideal de abrir los cargos públicos al talento propugnado por los revolucionarios franceses. El artículo 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 instituía que «todos los ciudadanos son iguales ante la ley y son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos». Retengamos esta esencial relación entre virtud y talento porque hoy, con el triunfo del capitalismo cognitivo, dado que el conocimiento es un valor siempre escaso, tendemos con demasiada frivolidad a minusvalorar la importancia de la virtud.

El socialista más predispuesto a recoger este testigo fue Tony Blair. Pero al reivindicar sin complejos la meritocracia se vio enfrentado al creador de este neologismo, el también socialista Michael Young, redactor del manifiesto que permitió a Clement Attlee derrotar a Churchill, y uno de los arquitectos del estado del bienestar británico.

En The rise of the meritocracy Young se revuelve contra su tradición ideológica y ve en el triunfo de la meritocracia una auténtica distopía. Tiene razón al resaltar sus imperfecciones, pero no al ocultar su nobleza. Insiste en que, al estimular la promoción del mérito, acaba relegando la veteranía y fomentando el individualismo agresivo de las nuevas élites. El meritócrata -asegura-, precisamente porque ha llegado arriba gracias a su esfuerzo, cree que no tiene ninguna deuda con nadie y se considera legitimado para blindar sus privilegios con sueldos astronómicos, indemnizaciones millonarias, stock options, etc. ¿Cómo no aceptar que la excelencia técnica no garantiza la moral republicana? No podemos ser ciegos ante la emergencia de un nuevo elitismo arrogante que tiende a perpetuarse en lo que Young denomina «the Lucky Sperm Club».

Gracias a Rawls, todos somos hoy plenamente conscientes de que las diferencias de nacimiento imponen condiciones de salida muy desiguales en la carrera meritocrática y la suerte no es un mérito. ¿Pero qué hacemos hasta que podamos conseguir, si es eso posible, garantías de unas condiciones equitativas en la competencia social?

Es, igualmente, cierto que en el capitalismo cognitivo no sólo es importante lo que se conoce. También es sumamente relevante disponer de una agenda de conocidos en posiciones estratégicas. Una buena agenda abre más puertas que un máster. ¿Pero este hecho legitima, por sí mismo, la crítica populista y autocomplaciente de la meritocracia?

¿Dado que no tenemos todo lo que queremos, hemos de renunciar a lo que tengamos, aunque sea poco y, sobre todo, hemos de renunciar a mejorarlo?

Veo en las críticas a la imperfecta noble causa de la meritocracia una rendición incondicional al fatalismo pesimista que, según el parecer de algunos, va inevitablemente asociado a la pobreza. No hay duda de que para el pobre no es estadísticamente fácil salir de la pobreza. Pero tampoco hay duda de que nadie mirando a un niño a la cara le pueda asegurar cuál será su nota en matemáticas.

Ser pobre no es ningún chollo. Pero a aquellos que están en condiciones de mejorar su condición de partida con su esfuerzo y su talento hay que abrirles puertas y no limitarnos a repartirles compasión. Pretender sustituir su esfuerzo por nuestra lástima es traicionar a los pobres y negarles la esperanza de ver recompensado dignamente su trabajo.

Lo vemos a menudo: el precio a pagar por el olvido de la meritocracia es la dignificación de una equitativa vulgaridad que incapacita para cualquier aspiración al ascenso social mientras cede el terreno de la competencia del «Lucky Sperm Club».

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