Nadie
«Nuestra pregunta sería, más bien, si cabe sostener una civilización que permite que una niña de dos años muera ahogada»
Fue noticia la pasada semana. Murió una niña maliense de dos años que había sido rescatada en el muelle de Arguineguín (Gran Canaria) cinco días antes. Llevaba en cuidados intensivos desde entonces y se llamaba Nabody. Ocioso es señalar que el nombre recuerda a nobody, nadie. ¿No era ese el nombre que eligió Ulises para burlar al cíclope? Al cabo, también el héroe de la Odisea encontró su final en el Mediterráneo.
No es Homero quien lo narra, sino Dante. En la Comedia, el mismo Ulises expone el relato de su propia muerte. Trataba de franquear las Columnas de Hércules, el plus ultra que deslindaba el Estrecho de Gibraltar, cuando el mar se tragó su barco. Hoy sabemos que extramuros del continente europeo no se esconde un mondo senza gente, como creía el no tan astuto Odiseo. También sabemos que la niña que murió no era Nabody. Eso dicen ahora los periódicos. Al parecer, la que así se llamaba sobrevivió; no lo hizo, en cambio, la que viajaba con ella, en compañía de medio centenar de personas, la mayoría refugiados, en una desvencijada lancha salvamar. Así que el nombre de ésta era, en puridad, Nadie.
El extraño da que pensar; el prójimo, no. Tienes a un inmigrante a dos pasos, pero no sabes nada de su país, ni de su formación, ni de su tendencia política. Es un «lejano próximo», por usar el término acuñado por Simmel en su Sociología; un agujero sobre el que nos desplazamos y cuya profundidad no podemos saber de antemano. A la vieja del cuarto no la saludamos, pero damos por hecho que es como nuestra abuela. Con el subsahariano que vende camisetas en la calle no concebimos fundar una comunidad, aunque advertimos en él los rasgos del héroe homérico que cruzó el Mare Nostrum en una chalupa ridícula.
Nada hay más homérico que la ira. Por eso el pelida Aquiles invocaba a la diosa, al inicio de la Iliada, para hacerla partícipe de su cólera. Andando el tiempo, Chesterton afirmó prometió prender fuego a la civilización moderna con el pelo de una niña de los suburbios. Lo escribió en un ensayo titulado Lo que está mal en el mundo. En él aludía a una ley de la Inglaterra eduardiana que obligaba a rapar a los niños pobres para evitar la proliferación de piojos. Antes de que una cría sufriera los estragos de la pobreza, venía a decir Chesterton, los reinos de la tierra deberían desmoronarse. Nuestra pregunta sería, más bien, si cabe sostener una civilización que permite que una niña de dos años muera ahogada.