Nochevieja en casa
«Esta Nochevieja, forzosamente íntima, sin entusiasmos obligatorios, tendrá menos de belén bebiente, o de botellón nupcial, y más de aquellas Nocheviejas de la infancia junto a la chimenea, cuando descubrimos que no todo lo que arde se pierde»
Todas las Nocheviejas felices se parecen, pero las infelices lo son a su manera: la Nochevieja sin cuartos de las familias ahogadas por la gestión de la pandemia[contexto id=»460724″]; el fin de año desabastecido de los transportistas que nos aprovisionan; las uvas hospitalarias de enfermos que solo piden un nuevo día; despedir el año en ese desamparo que es la soledad no escogida, o en esa soledad con eco que es la compañía no deseada. Siempre hay alguna Nochevieja que olvidar. A mí me dieron plantón un 31 de diciembre, como a Charlot en La quimera del oro, pero con menos bigote.
Esta Nochevieja, forzosamente íntima, sin entusiasmos obligatorios, tendrá menos de belén bebiente, o de botellón nupcial, y más de aquellas Nocheviejas de la infancia junto a la chimenea, cuando descubrimos que no todo lo que arde se pierde; sencillas veladas con venia para perder la compostura y mirar la hora en las agujas del champán. No había en mi casa tradición de comer uvas, aunque alguna vez bromeamos con gajos de mandarinas o con pasas, las uvas sin bótox; ni rastro de cotillón, que una pensaba que era un señor muy chismoso que se colaba en cualquier fiesta. Mi ilusión era que el anís descorchara la risa contagiosa de mi hermana Concha y poder bailar con mi hermano mayor cuando acabara de batirse en duelo de kasachok con mi padre; y luego entregarme a aquellas hipnóticas galas de los 80 con Duran Duran, Cyndi Lauper, Pet Shop Boys, o el pecho boing, boing, boing de Sabrina Salerno. Hoy, frente a programas que parecen extraídos del catálogo de torturas de Kim Jong-un, solo queda refugiarse en Cachitos, porque el pasado siempre envuelve.
La Nochevieja es una Nochebuena con prisas, esa ansiedad por recibir el futuro con el felpudo del pasado. «Es un día, y una noche —escribe Ruano un 31 de diciembre—, de tierno y áspero recuento de todos los yos que nos integran y desintegran. Pareciendo que hacemos inventario de nuestra circunstancia, lo hacemos de nuestra esencia». De ahí la necesidad de alcoholizarnos. «Me cargo de una manera triste», confiesa Pla tras una fiesta de fin de año. También una Nochevieja, Borges brinda con Bioy y dice: «Esperamos algo que no sabemos bien en qué consiste».
Así como los amores desgraciados nos enseñan ese modo superior de amar que es saber a quién no amar, los años trágicos nos muestran esa forma perfeccionada de vivir que es saber cómo no vivir. Por eso merece este año malnacido una buena muerte: bailar en el cuarto de estar espasmódicamente, como en un exorcismo. Tener a mano el lomo peludo del gato a modo de espumillón. Trasnochar no como si fuera la última noche de nuestra vida, sino la primera; alegrarse más en el amanecer que en el crepúsculo. Dar la campanada liberándose de propósitos ilusorios, pues suele huir de nosotros lo que perseguimos. Únicamente pedirle al nuevo año, como escribe Ignacio Peyró, «llegar a despedirlo». Y año nuevo, tila nueva.