Hablar de papá
«Montero simula un gran respeto por las mujeres, pero en realidad muestra un odio enloquecido por los hombres»
Fue hace ya algunos años, aunque no tantos. Tres discípulos de Michel de Montaigne tuvimos la ocasión de visitar su famosísima torre en el bordelés donde vivió encerrado al cuidado de su inteligencia. Y la ocasión nos la proporcionó una mujer excepcional, Luisa Castro, a la sazón directora del instituto Cervantes de Burdeos. Nos propuso a Fernando Savater, Andrés Trapiello y al que esto escribe un plan imposible de rechazar. Que visitáramos la torre y por la tarde diéramos una charla en plan tres tenores sobre nuestra experiencia con el inventor de los Ensayos y maestro absoluto de los tres mosqueteros. Así lo hicimos y la gente salió complacida. Además de directora, Luisa es poeta, pero, caso raro, de las que permite más de una lectura de sus versos. También sabíamos que era esposa y madre.
La visita fue maravillosa porque pudimos constatar dos cosas: una, que la torre era propiedad privada de unos fabricantes de salchichas o algo similar. Que la tenían hecha un asco y que vendían un vino a los turistas que aumentaba el valor de los cartones de Don Simón. En general, todas las catas que hicimos por la zona de St Emilion fueron un desastre. Luego, gente seria de Burdeos, nos dijeron desolados que toda la producción iba destinada a turistas analfabetos y era una vergüenza para la región. Todo lo cual lo callamos en la charla y nos lanzamos al elogio extremo de los famosos hombres de antaño.
Como es lógico, he leído con gran simpatía el libro que acaba de publicar Xita Rubert, Mis días con los Kopp (Anagrama), hija veinteañera de Luisa y una voz fresca, inteligente y muy singular. ¿Quiénes son los Kopp? Son tres, el padre, un imbécil. La madre, una mujer devastada por un narcicismo que en cuanto algo la inquietaba le había de echar la bronca a todos los demás, pero nunca a sí misma. Y el hijo, un pobre muchacho subnormal a quien los padres ocultaban como enfermo y le hacían pasar por un «artista de la performance«. Pero lo mejor de la novela, con ser apasionante, no es la familia Kopp, sino la familia Rubert. El padre de Xita y su adorable hija.
A Xavier Rubert de Ventós le conocí muy bien porque formaba parte de mi departamento en la Escuela de Arquitectura de Barcelona. Fue un hombre de gran talento que inexplicablemente cambió la escritura, el estudio y la sabiduría por las medallas oxidadas de la política. Fue la mano derecha de Maragall y uno de los pocos separatistas con algo de luces que he conocido. Poco duraron las luces. De golpe, como el mismo Maragall, se hundió en la demencia precoz. Y eso es lo que su hija quiere recoger en esta emocionante despedida amorosa, porque Xita no se engaña, no mitifica, no idealiza, conocía muy bien a su padre y sin embargo también conoce su necesario amor por él, por aquel hombre irresponsable que pronto desaparecería de su vida y de la de todos mediante un misterioso castigo divino.
Y eso es lo admirable de este libro: su sinceridad (novelesca), su homenaje, sus palabras delicadas, su amor filial. Y es tanto más admirable cuanto que estos días voy leyendo la prosa hedionda de la ministra Montero simulando un gran respeto por las mujeres, pero en realidad mostrando su enloquecido odio por los hombres y la indiferencia total hacia los hijos. Defiende Montero, por ejemplo, a una secuestradora que tiene al niño encerrado con una secta religiosa dedicada a demostrar que su padre es Satanás. Ojalá alguno de sus descendientes tenga, dentro de unos años, la cautivadora inteligencia de Xita para rescatar a su madre de un juicio que en ningún momento se engañe o idealice al personaje, pero tampoco le niegue su amor.