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Félix de Azúa

Los más rancios

«Los progresistas son burgueses del siglo XVIII, creyentes en los adelantos del capitalismo y fanáticos de la técnica sin ningún ápice de duda o reflexión»

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Los más rancios

Erich Gordon

Hace ya muchos años que sabemos el retroceso que tiene cualquier adelanto. A la manera de la carabina, el disparo sale con mucha fuerza y velocidad, pero el hombro del tirador ha de aguantar un golpe proporcional. Así sucede siempre con todos los «adelantos» técnicos, cuya punta de flecha va directa a solucionar un asunto concreto, pero cuyas plumas del rabo son inevitables y tienen dirección propia.

Es imposible saber cómo cambiará el mundo con cada novedad técnica. Lo que sabemos es que lo cambia en una dirección imprevista. El caso más próximo es el de Internet, cuyo potencial es inmenso y ha trastocado la vida en la tierra de un modo que jamás pudieron imaginar los técnicos militares que lo inventaron. Las plumas de aquel Internet han llenado el globo de espontáneos atrapados en redes que nadie sabe para qué sirven, si es que de algo sirven.

Otro ejemplo. Cuando se inventó la penicilina, la humanidad dio un gran paso en la curación de enfermedades infecciosas, pero cuando se llevó la penicilina al continente africano salvó tantas vidas, sobre todo infantiles, que la población creció exponencialmente. El resultado fue que las hambrunas provocaron tantas muertes como las que antes provocaba la malaria.

Quien desee leer casos de acción y reacción en el medio de las innovaciones tecnológicas puede acudir al excelente Un verdor terrible, de Benjamin Labatut (Anagrama) en donde podrá constatar, por ejemplo, cómo el invento del azul de Prusia, que tanto embelleció la pintura, fue también el principio que dio nacimiento al cianuro, los gases mortales de la Primera Guerra Mundial o el Zyklon B de mala memoria durante el exterminio judío.

«La ‘ley trans’ nace como la típica legislación técnica de los creyentes en la bondad del progreso»

Esto es así porque, como bien argumentó Heidegger, no somos nosotros los dueños de la técnica, sino, muy al contrario, la técnica es nuestro verdadero dueño. No es posible dejar de experimentar e inventar, es una pulsión inseparable de la condición humana, esa que Sófocles (¡ya entonces!) expuso en Antígona con el trágico canto donde advierte sobre esa misteriosa necesidad de los humanos «para que haya lo que no hay».

Fíjense en el caso de la llamada ley trans, la cual nace como la típica legislación técnica de los creyentes en la bondad del progreso. El grupo que la pone en marcha está persuadido de sus beneficios y por lo tanto quieren que se imponga por ley a todo el mundo sin cortapisas. Es el típico optimismo del progreso propio de la burguesía del siglo XVIII, cuando la técnica aún no había alcanzado su enorme poder invasivo.

Esta fe en la técnica, propia del capitalismo emergente, lleva al grupo político podemita a considerar que una intervención severa de orden técnico sobre el cuerpo humano sólo puede mejorar a la especie. Los científicos advierten que esas medidas brutales, como cortar el pene e hinchar el cuerpo de productos químicos, no puede ser sólo benéfico. Los progresistas aducen que quieren salvar a gentes muy angustiadas con su cuerpo, tanto que a veces se suicidan. Buena parte del poder médico dice que más son los suicidios de personas intervenidas técnicamente que se desesperan porque no hay regreso. El cambio es para siempre. Y como en toda innovación técnica, nadie sabe lo que nos espera en el futuro.

Los progresistas son burgueses del siglo XVIII, creyentes puros en los adelantos del capitalismo y sin ningún ápice de duda o reflexión. Son fanáticos de la técnica. Por eso se entiende que muchos intelectuales los califiquemos de «izquierda reaccionaria».

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