Despierta Fukushima
La radiación es un peligro fantasmal, que despierta un miedo casi místico. No es como las balas, las explosiones o los incendios: uno sabe que esta allí, envenenando el aire, pero no puede percibirlo
La radiación es un peligro fantasmal, que despierta un miedo casi místico. No es como las balas, las explosiones o los incendios: uno sabe que esta allí, envenenando el aire, pero no puede percibirlo
Conocí Japón pocos días después del terremoto que lo asoló el 11 de marzo de 2011. Como todo el mundo, había visto por televisión las imágenes que mostraban los inmensos rascacielos de Tokio sacudiéndose como mangueras de concreto, y las ciudades del borde costero inundadas y barridas por olas oscuras. Por eso me sorprendió tanto que nadie pareciera prestarle atención a las réplicas que se sucedían día y noche, algunas bastante violentas.
En lugar de eso, otro peligro ocupaba los temores de todos: por la violencia del terremoto, cuatro reactores de la central nuclear de Fukushima habían sufrido graves daños, que incluían la fusión total o parcial de sus núcleos. Muchos decían que las medidas de control emprendidas por la compañía Tepco –propietaria de la central– eran insuficientes, y se temía que en cualquier instante pudiera ocurrir una catástrofe para Japón y para el resto del mundo.
La radiación es un peligro fantasmal, que despierta un miedo casi místico. No es como las balas, las explosiones o los incendios: uno sabe que esta allí, envenenando el aire, pero no puede percibirlo. A cubrir aquel terremoto llegaron algunos viejos y endurecidos periodistas de guerra, que no soportaron esa incertidumbre y debieron marcharse.
Leo estos días que vuelven a sonar las alarmas nucleares en Japón por la fuga de 300 toneladas del agua radiactiva, empleada para enfriar los reactores de Fukushima. Al no tener mejores sistemas de control, el incidente recién fue advertido cuando una de las patrullas que peinan todos los días la zona encontró charcos superficiales cerca de los tanques donde se la almacena.
Puedo imaginar perfectamente lo que debe sentir estos días cualquier japonés –yo mismo lo sentí, aunque fuera por unos pocos días–, que cada tanto parece obligado a enfrentar una nueva crisis de aquella amenaza invisible, con la poca información que la empresa y las autoridades se permiten transmitir. Sólo quienes han sido criados en la disciplina y el orden orientales pueden ser capaces de seguir con sus vidas, a pesar de semejante incertidumbre.