¡Houston!, tenemos problemas
En el espacio exterior una máquina y una persona se comunican, manejan el mismo código, se entienden, casi empatizan. Aquí llevamos unos años ensayando con éxito de público -les apoyan en las urnas- experimentos de incomunicación permanente
En el espacio exterior una máquina y una persona se comunican, manejan el mismo código, se entienden, casi empatizan. Aquí llevamos unos años ensayando con éxito de público -les apoyan en las urnas- experimentos de incomunicación permanente
Y es que las ciencias adelantan que es una barbaridad. Han leído bien. En el espacio exterior una máquina y una persona se comunican, manejan el mismo código, se entienden, casi “empatizan” y cooperan en aras de la ciencia y el progreso. ¿A que acojona? A mí desde luego, porque algo tan obvio y fácil como es entenderse mediante el diálogo –en este caso mas complejo porque hablamos de hombre-máquina– parece de ciencia ficción, al menos en España y en Europa. Aquí en casa llevamos unos años ensayando con éxito de público (les apoyan en las urnas) experimentos de incomunicación permanente. Primero con un hombre que veía cosas raras, espejismos que nadie o casi, veía y encima trataba de explicárnoslo. Y nada oyes, que por mucho que le dijéramos que se le había ido la pinza, erre que erre. Y se estrelló y nos estrelló a todos. Se comunicaba con elocuencia pero lo hacía mediante un código que casi nadie salvo los “hooligans” entendían.
Pero el paroxismo del fracaso en la comunicación nos lo ha traído el hombre de las “chuches”. El que presumía de sentido común que todos íbamos a entender rápido, rápido, ha demostrado también que es imposible el diálogo. Monologa con una realidad que solo él y los suyos comparten. La mayoría no entendemos que nos quiera convencer de que vamos por el buen camino y que hay luz –que ironía señor- al final del túnel.
Les hago una propuesta: mandarlos a la mayoría a hacer puñetas al espacio exterior y que le cuenten el cuento a un androide. Engendros muy previsibles pero que a veces también se vuelven locos, un cortocircuito por ejemplo, y en esa tesitura les explicarían a los protagonistas de nuestra triste historia, clarito, clarito, que con las cosas de comer no se juega y que fallos de comunicación son inadmisibles y que por menos de eso a alguno le puede explotar el chiringuito. Pongamos que hablo de España.