Operación Panfleto
Acaban de detener en Pyongyang a un misionero protestante australiano. El tío es listo como el hambre. Se dio cuenta del gancho de los panfletos, de lo fácil que es ocultarlos, de que vuelan casi tan ligero como la palabra hablada.
Acaban de detener en Pyongyang a un misionero protestante australiano. El tío es listo como el hambre. Se dio cuenta del gancho de los panfletos, de lo fácil que es ocultarlos, de que vuelan casi tan ligero como la palabra hablada.
Parar los pies a los libros es coser y cantar desde la sombra del poder. Unos cortes fríos y secos. Chas, chas, chas. Basta con desertizar las editoriales y con mutilar los manuscritos ya impresos. Despojarles de esas frases que nutren el pensar y la voluntad propia. Políticamente hablando, deshacerse de la gangrena antes de que infecte el resto del cuerpo. El tercer navajazo por asestar sería el cierre de puertas, reales y virtuales, de la nación. Vamos, impulsar la literatura nacional, que hay que rescatar la marca Corea del Norte. El problema es que la pesadilla de Kim Jong-un no son los libros, sino la palabra con alas, la que saliva la lengua, la que el hombre, libre, reclama.
Hace unos meses, en medio del rifirrafe nuclear que casi hizo estallar la III Guerra Mundial, viajaron a Estados Unidos varios periodistas norcoreanos. Palabra. Todos ellos habían conseguido escapar de un modo u otro de su hogar. Uno había cruzado el río Yalú dos veces en noches sin luna para alcanzar la costa china y pedir asilo. La primera, lo cazaron, lo confinaron a una prisión norcoreana y le amenazaron con matar a toda su familia si volvía a intentarlo. La segunda fue exitosa. Que él sepa, sus parientes no han sido protagonistas de los fusilamientos públicos en la plaza mayor de su pueblo. Allí es donde acaban los malos, como bien saben sus fieles espectadores, los niños de primaria. Otra de las periodistas prófugas comentaba que ella nunca se había planteado que existiera algo mejor que Corea del Norte. En el colegio no les explicaban que se hablaran otras lenguas o que una persona, incluso, dominara varias. Que hubiera cinco continentes, que la gente viajara de un país a otro. Un día, de los miles que dura la edad del pavo, esta mujer se encontró por la calle un panfleto. Sus colores le hicieron rescatarlo del suelo. No entendía el mensaje del todo pero le gustaba la ropa que aparecía. Lo guardó como oro en paño y, en cuanto tuvo oportunidad, cruzó a Corea del Sur en busca de ese mundo de ropa original.
Acaban de detener en Pyongyang, la capital norcoreana, a un misionero protestante australiano. El buen hombre, John Short, llenó su equipaje de panfletos con contenido religioso traducido al coreano. Puede que le esperen quince años de prisión por actos hostiles contra el régimen, pero el tío es listo como el hambre. Se dio cuenta del gancho de los panfletos, de lo fácil que es ocultarlos, de que vuelan casi tan ligero como la palabra hablada. Quizá la clave esté en panfletizar, en que, por azar o no, ideas nuevas lleguen a las manos de un viandante cualquiera y, poco a poco, se vaya rompiendo la burbuja que ampara la dictadura de Kim Jong-un. Yo qué sé. Ojalá cortar las alas de un dictador fuera tan fácil como deshacerse de los libros.