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Adolfo Suárez: un español para todas las estaciones

El lugar común es decir que Adolfo Suárez fue el equivalente de Antonio Cánovas para la Transición. Suárez fue un político puro en todos los sentidos de la palabra, incluso en el maquiavélico.

Opinión
  • Sociólogo español, colaborador habitual de medios de comunicación. Es catedrático emérito de Sociología de la Universidad Complutense. Realizó estudios de postgrado en la Universidad de Columbia y ha sido profesor visitante en las de Yale y Florida y en El Colegio de México.

El lugar común es decir que Adolfo Suárez fue el equivalente de Antonio Cánovas para la Transición. Suárez fue un político puro en todos los sentidos de la palabra, incluso en el maquiavélico.

El lugar común es decir que Adolfo Suárez fue el equivalente de Antonio Cánovas para la Transición. Con una diferencia, el de Ávila no necesitó escribir libros (ni siquiera leerlos) para inaugurar la etapa de régimen democrático en España. Ese rasgo negativo indica que Suárez fue un político puro en todos los sentidos de la palabra, incluso en el maquiavélico.

Como Presidente de Gobierno cometió algunos errores. Su grandeza estuvo antes, al convertirse en el artífice de esa obra de ingeniería política que fue la Transición. La idea no fue suya; estaba en el ambiente de algunos altos cargos del franquismo que deseaban traer un sistema de partidos y libertades. Se puede singularizar en la letanía de Torcuato Fernández Miranda: “de la Ley a la Ley”. Pero Suárez fue el que la llevó a la práctica. Fue una osadía pasar de un régimen autoritario a otro democrático con los ascensores funcionando. Es decir, no hubo violencia (como el pronunciamiento de Sagunto para Cánovas), ni tampoco intervención extranjera (como en los casos de Japón o Alemania). No recuerdo otros ejemplos en el mundo con tanta finura.

Relato una minúscula anécdota personal que resulta significativa para entender lo que digo. Cuando era Director de Televisión Española (no había otra), Suárez me invitó a comer en un restaurante de todos los tenedores. Fue una pena tanto lujo, pues él no pasó de la tortilla francesa y alguna otra fruslería. Durante la comida me contó su idea de una España democrática. Estaba yo intrigado, pues, aparte de la conversación tan amena, no acababa de ver el objeto del convite. A los postres (para él, cafés) se puso suasorio: “Mira Amando, he querido que charláramos para pedirte un gran favor”. Ante mi cara de interrogación, con su mejor sonrisa me espetó: “Te pido que no escribas sobre televisión”. En una fracción de segundo entendí que estaba ante un político puro. El tiempo me dio la razón y a él las delicias del poder. Ahora pienso que su mayor virtud fue que despertó muchas envidias.