Esa larga y dolorosa enfermedad
El lenguaje no es neutro, y todos sabemos que cuando elegimos una u otra expresión para comunicarnos con nuestros amigos, familiares, clientes o compañeros de trabajos estamos marcando el paso de nuestras relaciones diarias.
El lenguaje no es neutro, y todos sabemos que cuando elegimos una u otra expresión para comunicarnos con nuestros amigos, familiares, clientes o compañeros de trabajos estamos marcando el paso de nuestras relaciones diarias.
Las palabras duelen. El lenguaje no es neutro, y todos sabemos que cuando elegimos una u otra expresión para comunicarnos con nuestros amigos, familiares, clientes o compañeros de trabajos estamos marcando el paso de nuestras relaciones diarias. Se llama empatía y, afortunadamente, en este país hemos adquirido una buena dosis de ella en las últimas décadas. Nadie entendería ahora, por ejemplo, que la televisión pública emitiera un vídeo jocoso en el que un humorista se declara “maricón de España”. Las palabras, marcan, y duelen, y en España hemos ganado mucho sentido común a la hora de utilizarlas. El problema es que en el camino, quizá, hemos perdido precisión, y bastante sensatez.
Escriban en su buscador la expresión “larga enfermedad”, y verán de lo que hablo. Solo en los últimos días la hemos utilizado para hablar de la muerte de Iñaki Azcuna y de Adolfo Suárez. Iñaki Azuna ha muerto debido a las complicaciones de un cáncer de próstata que le diagnosticaron en 2003 y que él nunca ocultó. Tampoco la familia del ex presidente Suárez ocultó nunca que sufría alzhéimer. ¿Por qué, entonces, los medios hablamos de que ambos políticos han muerto tras “una larga enfermedad”? ¿Qué dolor tratamos de paliar? No el de sus familias, ya que las dolencias de ambos eran de dominio público.
Algunos defenderán que pronunciar la palabras “cáncer” o “alzhéimer” en los medios puede causar sufrimiento adicional a los enfermos y familiares de pacientes que luchan contras esas dolencias. Yo, desde el respeto más absoluto a sus sentimientos, creo, en cambio, que puede ser contraproducente. Cuanto más públicas sean estas enfermedades, y cuanto más conscientes seamos de su crudeza, más posibilidades existen de que los responsables políticos se lo piensen dos veces antes de recortar los fondos destinados a ayudar a los enfermos y a sus familias, y también los que se dedican a investigar para eliminarlas para siempre de nuestras vidas. Nuestra sociedad es lo suficientemente madura para asumir que las enfermedades existen, que tienen nombres y que se puede luchar contra ellas. Pero luchemos desde la ciencia, no desde el lenguaje.