THE OBJECTIVE
Kiko Mendez-Monasterio

El caballero y la senectud

Berlusconi ha invertido un dineral en luchar contra las huellas del tiempo sobre su rostro, convencido de que el fruto de las cirugías terminaría sirviendo de modelo para monedas y bustos.

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El caballero y la senectud

Berlusconi ha invertido un dineral en luchar contra las huellas del tiempo sobre su rostro, convencido de que el fruto de las cirugías terminaría sirviendo de modelo para monedas y bustos.

Justo y pedagógico -como el gobernador Sancho Panza- ha sido el juez italiano que obliga a Il Cavaliere a trabajar en la residencia de ancianos. Berlusconi ha invertido un dineral en luchar contra las huellas del tiempo sobre su rostro, convencido de que el fruto de las cirugías terminaría sirviendo de modelo para monedas y bustos. Pero el juez ha querido recordarle no sólo que es mortal, también que ya hace mucho que se le pasó la edad del donjuanismo, obligándole a pasar más tiempo con los de su generación. Ese magistrado es Salomón. La cárcel habría sido poco edificante.

A Mussolini -que también era hombre desaforado en el amor- le encarcelaron una docena de veces y se lo tomaba con deportividad. Decía que eran pausas sanas para la salud, provechosas también para el espíritu y hasta divertidas, porque contaba que en una celda disfrutó mucho leyéndose El Quijote. A Emil Ludwig, se lo contaba. El biógrafo le hizo una de las grandes entrevistas de entreguerras, y en ella le preguntaba al Duce si el recuerdo de aquellas prisiones no le hacía titubear a la hora de mandar a la sombra a sus adversarios políticos. Aunque el líder fascista ni siquiera comprendía el dilema: “Yo lo encuentro muy lógico. Primero me encerraban ellos a mí. Ahora los encierro yo a ellos”.

Desde antes de aquello y hasta ahora, la justicia italiana es la continuación de la política por otros medios. Por eso la condena a Berlusconi la agitan los que no sabían ganarle en las urnas. Pero antes de juzgar sus indecencias, o sus crímenes, reconozcamos que el primer delito del mandatario italiano es atentar contra la elegancia y el buen gusto, organizando fiestas propias de mafiosos de New Jersey, o peor, copiadas de la decadencia veneciana, que organizaba la kermés para olvidarse del turco. Las bacanales berlusconianas se parecen tanto que hasta invitaban a una hija adolescente de Saladino. Sólo faltaba Bárcenas y media docena de socialistas manchegos y andaluces.

En fin, todo demasiado cutre para la imagen pulcra que cultivaba don Silvio, que ni idea de cómo ha conseguido que le apoden Il Cavaliere. Es igual que si aquí a Rodríguez Zapatero le hubiésemos bautizado como “el sabio”; o como si Elena Valenciano pretendiera que la llamasen “la estadista”.

 

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