El balón de la rabia
De repente hay mucho riesgo de que el becerro adorado del fútbol deje de tener los efectos euforizantes y adormecedores que tiene desde hace un siglo.
De repente hay mucho riesgo de que el becerro adorado del fútbol deje de tener los efectos euforizantes y adormecedores que tiene desde hace un siglo.
Imágenes así siempre se publican. Captan siempre la mirada. Es el anacronismo que vende. Lo insólito que salpica lo habitual. El pasado en el presente. La paradoja con gracia. Unos pobres indios con arcos y flechas se enfrentan a la policía en Brasil. Se manifiestan contra un Campeonato Mundial de fútbol que comienza en dos semanas. Cómo les afecta a ellos es casi lo de menos. Lo que parece evidente es que estos indios amazónicos están tan enfadados como muchos millones de brasileños. Y también muchos millones que no lo son. Porque ese campeonato del Mundo de las estrellas rutilantes del fútbol mundial llega lastrado de mil calamidades. Entre ellas quizás la más importante sea que existe ya una masa crítica que considera que es, el campeonato en sí, su organización en Brasil, un error. Porque el circo que ha de apaciguar y distraer al pueblo de sus serias cuitas, ha provocado todo lo contrario. Ha soliviantado a las masas incluso antes de que comenzaran las funciones.
Por un lado está la corrupción. Y la certeza de que se ha robado a espuertas al Estado en unos momentos en los que los sueños de grandeza brasileños se desinflan. ¿Quienes han robado? Todos los que han podido. Luego está la frustración del fracaso. Este Brasil que prometía hace una década que iba a liderar en el siglo XXI no lidera nada. Y todo lo que hace sale un poco mal y casi siempre a medias. Las obras de los estadios son todos ellos grandes metáforas. Con sus accidentes y retrasos. Porque no ha cuajado una calidad política que diera continuidad a ese proyecto general como potencia emergente que se vislumbrada con Fernando Hernique Cardoso y Luiz Inazio de Silva Lula. Y finalmente está la injusticia, la inmensa injusticia y el desprecio que se nutren de la citada corrupción y de ineficacia, desidia y fracaso. Porque el mayor espectáculo del mundo con sus inmensas obras de estadios e infraestructuras, fortunas controladas por televisiones, contratos multimillonarios, galas, vuelos privados, sobornos de todo tamaño, “havelanges”, “platinis” y demás ha alcanzado una desmesura que no respeta nada y deja tras de sí una legión de víctimas antes de haber comenzado.
Que haya habido mejoras en barrios de favelas, que la necesidad convirtiera en virtud las exigencias de seguridad en muchas ciudades, no palia el inmenso agravio en que se ha convertido el campeonato para muchísimos brasileños. Y que une en la indignación a los indios manifestantes con líderes políticos y sociales, arquitectos, economistas o meros observadores. Las obras y los preparativos y los escándalos que los han rodeado se han convertido en una pesadilla para los brasileños comunes.
Las mareas populares contra el Campeonato comenzaron hace ya mucho tiempo, se enconaron antes de la visita del Papa Francisco y amenazan con ser un problema real y muy serio de seguridad durante el acontecimiento. El izquierdismo retórico del Gobierno no consuela ante tanta corrupción, ineficacia e injusticia en expresión conjunta y concentrada.
De repente hay mucho riesgo de que el becerro adorado del fútbol deje de tener los efectos euforizantes y adormecedores que tiene desde hace un siglo. Y que en un espacio muy pequeño de obras mal terminadas o sin terminar entren en conflicto los actos solemnes del balón con una población indignada. Que las masas populares brasileñas en vez de cumplir su función como consumidores de publicidad ante los televisores, se echen a la calle, como los indios con sus arcos, e irrumpan en el mayor espectáculo del mundo para hacerse ellos con el balón.