Los caballos de los montes
Pero lo grandioso de esta batalla épica es que los caballos salvajes salen siempre victoriosos, año tras año, y vuelven a sus laderas y a sus montes verdes, por los que llevan deambulando siglos, quizás incluso más que la Santa Compaña.
Pero lo grandioso de esta batalla épica es que los caballos salvajes salen siempre victoriosos, año tras año, y vuelven a sus laderas y a sus montes verdes, por los que llevan deambulando siglos, quizás incluso más que la Santa Compaña.
Con el alba, los caballos bajan las laderas de Sabucedo envueltas en esa niebla huidiza y gris que peina los montes gallegos tan a menudo. Los vecinos conocen estas tierras tan bien como los caballos, y los guían y los bajan en manadas grandes que, desde la distancia, parece que descienden como navegando sobre un mar de helechos y tojos y silvas, costeando los espesos robledales de Montouto, que aquí nadie llama robledales, sino carballeiras de toda la vida. Ya en las estrechas calles de la pueblo, el trote de los caballos sobre las piedras suena a redoble de tambores, preámbulo de las gestas que más tarde acontecerán en el curro del Campo do Medio, donde los aloitadores se las verán cuerpo a cuerpo con las bestias.
En los últimos años, la fiesta ha alcanzado cierta fama internacional. Esta misma semana el Daily Mail británico publicaba un precioso fotoreportaje sobre la Rapa y sus aloitadores. Muchos fueron los que alzaron la voz en repulsa por semejante barbarie, cruel, inhumana, típica bravuconada española, quizás sin percatarse de que esos hombres y mujeres que, con extraordinaria destreza y depurada técnica, acicalan a las bestias, les cortan las crines, las desparasitan, las marcan y contabilizan, lo hacen con una verdadera estima y un escrupuloso respeto por el animal que campa libre en sus aldeas. En Mazurca para dos muertos, Camilo José Cela alaba el valor de los aloitadores. Son sus cuerpos magullados y doloridos por los embistes de las bestias la pura prueba de su coraje. Pero lo grandioso de esta batalla épica es que los caballos salvajes salen siempre victoriosos, año tras año, y vuelven a sus laderas y a sus montes verdes, por los que llevan deambulando siglos, quizás incluso más que la Santa Compaña.