La vuelta atrás
La edad de aprender es la primera, cuando nos íbamos a la Gran Vía en verano, y al subir nos encontrábamos al calor bajando por la calle, ese sopor soleado que asfixia a la Gran Vía tras el viento que suele soplar, como si diera al mar, en las esquinas de la plaza de España.
La edad de aprender es la primera, cuando nos íbamos a la Gran Vía en verano, y al subir nos encontrábamos al calor bajando por la calle, ese sopor soleado que asfixia a la Gran Vía tras el viento que suele soplar, como si diera al mar, en las esquinas de la plaza de España.
No es verdad que con la edad se aprenda. Se sabe más, pero no se aprende nada.
La edad de aprender es la primera, cuando nos íbamos a la Gran Vía en verano, y al subir nos encontrábamos al calor bajando por la calle, ese sopor soleado que asfixia a la Gran Vía tras el viento que suele soplar, como si diera al mar, en las esquinas de la plaza de España.
Me recuerdo leyendo, mientras esperaba para cruzar, el letrero de la academia Ripollés, a la altura de las ventanas de un segundo piso. Me había matriculado para aprender mecanografía y taquigrafía, decidida como estaba a presentarme a unas oposiciones al Ayuntamiento de Madrid, tal era mi poca fe en encontrar trabajo con la Biología que estudiaba entonces.
Para entrenarme también en casa y dar al menos 350 pulsaciones por minuto, alquilé una HISPANO OLIVETTI modelo Lexicon 80 que pesaba tantos kilos que al examen la llevé con un carro de la compra, en las manos guantes de lana para que no se me enfriaran los dedos, además de un rollo de celo para que la hoja que tenía que copiar no se me fuera a caer al suelo con el traqueteo de la máquina. Cada segundo contaba. Quince mil personas nos presentamos.
Pasé el examen de mecanografía. También el de taquigrafía. Quedábamos sólo quinientos. La prueba final era una redacción. “Sin problemas”, pensé. Suspendí clamorosamente.
De aquella experiencia, me quedaron los dedos escribiendo a ciegas mi pensamiento, repitiendo lo que aprendieron cuando mis manos no habían escrito casi nada.
Luego vino la desaparición de esas máquinas de escribir, que eran como trenes a vapor, cuando llegaron las eléctricas. Después el ordenador y, ahora, porque en Alemania no se fían de las nuevas tecnologías y su fragilidad ante el espionaje, ¿vuelven las viejas máquinas de escribir?
Pasados más de veinte años regresé casi al lado de donde me había examinado, y suspendido: en un rascacielos de cristal el Alcalde de Madrid presentaba mi libro.
De la vida solo aprendes que da vueltas aunque jamás regrese al mismo sitio. La vuelta atrás no existe.