Pierdo, luego insisto
Lorenzo debería aplicarse lo de la Pantoja dientes, dientes, porque está claro que el deporte satisface también nuestra necesidad de perdedores. Y eso que ni unos ni otros, como recuerda aquel ilustrado mafioso de «Una historia del Bronx», pagarán nuestras facturas.
Lorenzo debería aplicarse lo de la Pantoja dientes, dientes, porque está claro que el deporte satisface también nuestra necesidad de perdedores. Y eso que ni unos ni otros, como recuerda aquel ilustrado mafioso de «Una historia del Bronx», pagarán nuestras facturas.
Observe la imagen. Hasta la botella de cava de Márquez parece querer hacerle sombra a Lorenzo, quien apunta a su rival con gesto adusto, contenido, como si la bebida de Freixenet fuera el rifle de Bardem en «No es país para viejos», y tratara de impedir la migración, a la desbandada, de esbeltas mozas en triquini desde su mansión a la del piloto de Repsol. Habrá quien haya esperado ver en el podio Perseidas, lágrimas del otrora San Lorenzo, que aquí duran los gloriosos lo que tarda en acicalarse el flequillo Marhuenda.
En la rivalidad —hasta en la playa mira una quién la tiene más grande, la sombrilla— gustamos de imaginar enemistad, como si fuera la vida el plató de «Mujeres y hombres y viceversa». No hay manera mejor de justificar nuestras envidias, nuestras fobias, nuestras inseguridades, nuestras frustraciones, que achacárselas al prójimo. Hay quienes consideran, como Jules Renard, que la victoria verdadera pasa por que los demás fracasen, olvidando que ninguna derrota es definitiva, ni siquiera la de Eurovisión —pierdo, luego insisto—, y que, dependiendo de cómo se lleve, se puede hacer del fiasco un éxito. Ahí tiene a Revilla viviendo de pregonar soluciones para el país que, sin embargo, no encontró para su tierra. La clave está en tirar de Poincaré: si todo lo que parece una esfera es una esfera, todo lo que parece un triunfo es un triunfo, que es la conjetura de cabecera de cualquier político. Lorenzo debería, pues, aplicarse, al menos para la foto, lo de la Pantoja —dientes, dientes—, porque está claro que el deporte satisface no solo nuestra necesidad de ídolos sino también nuestra necesidad de perdedores. Y eso que ni unos ni otros, como recuerda aquel ilustrado mafioso de «Una historia del Bronx», pagarán nuestras facturas.