Macroconciertos, esa cultura
Aunque se extrañen nuestros hijos y ya, en algunos casos, ¡ay!, nuestros nietos-, los que tenemos gustos musicales blueseros y rockeros pero una edad ya bastante provecta no pertenecemos a la cultura de los llamados festivales o conciertos masivos al aire libre.
Aunque se extrañen nuestros hijos y ya, en algunos casos, ¡ay!, nuestros nietos-, los que tenemos gustos musicales blueseros y rockeros pero una edad ya bastante provecta no pertenecemos a la cultura de los llamados festivales o conciertos masivos al aire libre.
Aunque se extrañen nuestros hijos –y ya, en algunos casos, ¡ay!, nuestros nietos-, los que tenemos gustos musicales blueseros y rockeros pero una edad ya bastante provecta no pertenecemos a la cultura de los llamados festivales o conciertos masivos al aire libre. Aun habiendo crecido en países pioneros como Estados Unidos o Gran Bretaña, los que ya habíamos cumplido los 20 años a finales de los 60 no vivimos el fenómeno más que tardíamente, tangencialmente, parcialmente. Los festivales fueron más bien cosa de nuestros hermanos pequeños: es un tipo de festejo relativamente reciente.
En aquel decenio pionero de los 60, los adolescentes cultivábamos el rock and roll a base de discos de 45 rpm, de emisoras de radio de los 20 o los 30 o los 40 principales –en 1963 había tres de ellas ¡en onda media! en Nueva York: WABC, WMCA, WINS- y, para festejar una graduación o un cumpleaños, quizá una velada en un club canalla de rock de Greenwich Village.
Muy al final de esos años 60 los pequeños y elitistas festivales veraniegos de jazz y folk dieron paso a los grandes festivales: la isla de Wight en Gran Bretaña, Woodstock en Estados Unidos, y ya nada fue igual.
Lo que vemos desde hace unos años es una exacerbación del fenómeno. Aquel mundo dominado por los discos que conocimos, y que los CDs prolongaron, ha desaparecido porque internet y la piratería han acabado con la industria discográfica. Y, como hace un siglo, los músicos aprenden a ganarse la vida a golpe de actuaciones en directo. El otro día, por acompañar a una hija y por admiración hacia una cantante que tanto nos impresionó hace tres lustros, fui a pasar un buen rato escuchando a Lauryn Hill, por primera vez en España, en el Rototom de Benicasim. Y descubrí otra cosa nueva: la drástica especialización hoy de festivales y de su público. Con muchas rastas, el del Rototom se reparte entre ‘reggaeros’ y ‘raperos’. Curioso: en cuanto Lauryn entonaba algo más rockero, se les perdía la mirada en el infinito, con gesto de intenso hastío.
¡Qué tiempos! ¡Qué tribus!