Volver a empezar
Cuando te aproximas a Quito sobrevolando los Andes, sobre montañas tan altas y tan verdes que las sombras parecen ríos de agua oscura, te conmueve contemplar los volcanes con sus cumbres nevadas tocando las nubes.
Cuando te aproximas a Quito sobrevolando los Andes, sobre montañas tan altas y tan verdes que las sombras parecen ríos de agua oscura, te conmueve contemplar los volcanes con sus cumbres nevadas tocando las nubes.
Incluso gorro de lana lleva el hombre que se acerca al crujir de la lava, retratado con los pies en el lodo, entre el manto de ceniza que ha caído sobre la nieve.
Cuando te aproximas a Quito sobrevolando los Andes, sobre montañas tan altas y tan verdes que las sombras parecen ríos de agua oscura, te conmueve contemplar los volcanes con sus cumbres nevadas tocando las nubes. De las decenas de volcanes que tiene Ecuador, éste de la imagen, el Tungurahua, de cinco mil metros de altitud, posee una actividad que se ha incrementado en los últimos días.
Lo que me asombra de la noticia, es la población que vive a su alrededor, en pueblos de nombres tan inocentes como El Manzano, conviviendo con los cañonazos del volcán, las cenizas y la vaharadas de SO2, ese dióxido de azufre que también poseen, como otro infierno oculto, el corazón de las ciudades contaminadas.
Conocí un pueblecito de estos en la ladera del volcán Pacaya, también en el cinturón de fuego, en Guatemala. Si esta foto del Tungurahua tuviera sonido haría uno muy parecido al que escuché observando, con las pestañas quemadas y la cara encendida como si la hubiera metido en un horno, el ruido que hace la lava cuando avanza y que me recordó al de un leño en la chimenea cuando lo parte como un hacha, en dos, el fuego. Una suerte de inexorable crujido que engulle todo lo que encuentra a su paso, a una cierta velocidad, como la de un río ralentizado. Observar a un metro de distancia a un león abalanzándose sobre su presa no creo que sobrecoja más que contemplar cómo la vegetación, incapaz de huir, agarrada por sus raíces, queda engullida por la negra y roja lava en segundos, sin humear siquiera, dejando sólo ese ruido, de pasos de lava que crujen.
Pude acercarme tanto porque no había llegado aún el urbanismo del entorno silvestre al que somos ahora tan dados, con vallas y expositores y letreros, empeñados en hacer calles de los caminos. Te acercabas con un palo y se prendía como una cerilla. Luego, los niños que hasta allí te llevaron a caballo, volviendo descalzos a su casa, los pies y el pelo moreno cubiertos de cenizas, la sonrisa blanca, abierta y alegre del que se sabe vivo a pesar de todo; te pedían que les devolvieras la vara quemada en la punta, para ofrecérsela al siguiente inconsciente que por allí pasara.
Puede que la Naturaleza más hermosa de la Tierra y las personas más aferradas a ella, residan en estos lugares donde se vive con tanta naturalidad el peligro. Se parecen a la vegetación que les rodea, dispuesta a perderlo todo, pero también a regresar y a empezar de nuevo cuando se dispersen las cenizas y se enfríe la lava.
No es casualidad que volando un poco más allá de Quito y de Guayaquil, estén las islas Galápagos, con tanta especie singular, algunas siendo sólo, más que islas, volcanes en el océano.
A mi parecer, la erupción de un volcán es el borrón y cuenta nueva con el que se enriquece a sí misma la Tierra.
Un recordarnos cómo empezó aquí la vida.