THE OBJECTIVE
Kiko Mendez-Monasterio

Londonistán y la Comarca

Está el Oeste tan pobre de ideas grandes que las tertulias de sus elites se dividen en partidarios de Arriá contra los de Santamaría, nombres que suenan a guerra de religión, que de todo hacemos un sucedáneo.

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Londonistán y la Comarca

Está el Oeste tan pobre de ideas grandes que las tertulias de sus elites se dividen en partidarios de Arriá contra los de Santamaría, nombres que suenan a guerra de religión, que de todo hacemos un sucedáneo.

Decía Joubert que amar solamente a las mujeres bellas y soportar los malos libros son síntomas de decadencia. Muy cierto. Y el diagnóstico se confirma si además de la literatura nefasta y las venus prefabricadas el mundo entiende como algo venerable la gastronomía y la moda, que una cosa es cuidar el paladar y vestirse con gusto, y otra mostrar el cocido deconstruido como gran hito civilizador, o celebrar la última pasarela de costura como una exposición de Diego Velázquez.

Está el Oeste tan pobre de ideas grandes que las tertulias de sus elites se dividen en partidarios de Arriá contra los de Santamaría, nombres que suenan a guerra de religión, que de todo hacemos un sucedáneo. Porque luego, entre ese mundo que aún se preocupa del color de la cocina, surge de pronto una verdadera guerra religiosa: la imagen de un yihadista decapitando a un par de reporteros, los pakistaníes de la campiña inglesa esclavizando niñas blancas, o la expansión de ese califato de Mordor, con sus orcos sembrando de barbarie las redes sociales. Las noticias de las últimas semanas se han empeñado en dificultar la digestión de los últimos menús que aprendimos en masterchef.

De Londonistán -es la demografía, idiota- han partido centenares voluntarios para el ejército de Sauron, y los ingleses que todavía quedan empiezan a pensar que su situación se parece a la de Gordon en Jartum. Por eso votan al UKIP. Por razones idénticas los franceses están a punto de convertir a Marine Le Pen en Juana de Arco -el suyo ya es el primer partido de Francia- y algunos países nórdicos -los adalides de lo multicultural- ya han prohibido la construcción de mezquitas. Quizá demasiado tarde. El año pasado un intelectual francés entraba en la catedral de Notre Dame, dejaba una carta en el altar mayor, y allí mismo se pegaba un tiro. Dominique Venners -que así se llamaba el suicida- pretendía que su gesto sirviera para sacudir la conciencia dormida de un continente que afronta -con escasas probabilidades de éxito- su supervivencia. Venners no se resignaba a aceptar una Francia islámica, que es el futuro próximo que anuncian los datos demográficos y el colaboracionismo de la izquierda con su rollo multicultural. 

Durante la Transición era un discurso repetido el de mirar a Europa para asemejarnos con nuestros vecinos continentales. Francia, Suecia, Inglaterra, Italia, eran a la vez espejo y destino que los muñidores del consenso querían repetir a toda costa. Y ahora -cuando nuestro edificio político está resquebrajándose- resulta sorprendente que no dediquemos más tiempo a entender qué está sucediendo más allá de los Pirineos. Como si la quiebra de esas sociedades no fuera a afectarnos jamás. Error, porque el hecho de que Europa se suicide en Notre Dame nos afecta aunque nos hagamos los distraídos, y el estallido del Islam no puede ignorarse, que es lo que pretenden algunos, los que cuando se habla de esto ponen caras de hobbits de la Comarca, y se encogen de hombros como si fueran noticias de Bree, es decir, rumores extravagantes sobre guerras que no nos afectan.

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