La historia de R
Sabía lo que quería hacer y cómo quería vivir. R me enseñó a dejar de cacarear, a pensar antes de hablar, a ser natural y a respetar el silencio. Se ve que estaba loco, esclavo y dueño de sí mismo.
Sabía lo que quería hacer y cómo quería vivir. R me enseñó a dejar de cacarear, a pensar antes de hablar, a ser natural y a respetar el silencio. Se ve que estaba loco, esclavo y dueño de sí mismo.
R vivía en la calle, vestía ropas viejas y siempre iba descalzo. Decía que así estaba conectado con la energía de la tierra. Llevaba el pelo corto, barba canosa y descuidada. Tenía unos ojos azules muy pequeños. Penetrantes y llenos de vida, contrastaban con el resto de su figura, propia de un hombre que supera la mitad de siglo. Tenía la piel y las manos trabajadas, una memoria y una mente casi prodigiosas. Decía ser de un país que ya no existe. Hablaba rápido, entrecortado, con fuerte acento. Se supone que estaba loco o enfermo. Quizá ambas cosas. Tal vez ninguna.
R no admitía la cortesía. Cuando por la mañana saludabas con un “hola, qué tal” y le tendías la mano igual que a todos los demás te desafiaba rápidamente con preguntas del tipo: “¿Te refieres a cómo creo que estoy o a cómo estoy en realidad?”, “¿de verdad te importa lo que preguntas? ¿Eres sincero?” O simplemente respondía: “pregunta incompleta, pregunta absurda, puedes hacerlo mejor”. Entonces te sonreía atravesando con la mirada tu zona de seguridad. Te retaba a pensar en lo que decías. En ese punto muchas personas esbozaban una mueca displicente, casi refleja, y figuraban no haber oído nada continuando su batería de saludos. A mí me dio tanta rabia, me hirió tanto el orgullo, que decidí entrar en el juego. Era lo que R esperaba. Cada día me hacía preguntas más provocadoras, difíciles y complejas. Sobre filosofía, física y ciencias, literatura y teología… Nunca me daba las respuestas, de alguna manera las extraía de mi interior. Y cuando acertaba, simplemente se callaba y sonreía.
Al rato me desconectaba de nuevo y volvía a intentar hacerle reír o a hacer el pavo delante de los demás. Y él se callaba y me miraba. No me decía nada pero podía leer su pensamiento: “este no eres tú, porqué te escondes, qué quieres demostrar, de qué tienes miedo.”
Algún psiquiatra le había diagnosticado esquizofrenia, o trastorno límite, no recuerdo. Hablaba con una especie de guías a través de un papel en el que había dibujados unos botones. Les hacía preguntas y ellos le respondían. No le interesaba el dinero, ni tener cosas. Jamás le oí quejarse de nada ni me dio la impresión de que se sintiera desgraciado. Sabía lo que quería hacer y cómo quería vivir. R me enseñó a dejar de cacarear, a pensar antes de hablar, a ser natural y a respetar el silencio. Se ve que estaba loco, esclavo y dueño de sí mismo.