El nombre del dolor

Parece contradictorio que haya que darle un nombre tan rotundo a algo tan difícil de olvidar como son los fallecidos tras más de 50 años de conflicto armado.

Cada uno pone un nombre a su dolor. Para unos es “cáncer”, para otros es “despedida”. A veces el desconsuelo se escribe con mayúscula (¿quién puede olvidarse de Javier?) y otras en siglas: los españoles llevamos ETA escrita con sangre. Cuando la aflicción se convierte en un asunto de Estado hasta las instituciones sucumben a la nomenclatura del calvario, como la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Chile. La Semana por la Memoria de Colombia es una muestra más del deseo de arraigar a los muertos en la vida.

Parece contradictorio que haya que darle un nombre tan rotundo a algo tan difícil de olvidar como son los fallecidos tras más de 50 años de conflicto armado. A veces la memoria histórica (ese término tan redundante) es una especie de “visita al psicólogo nacional”, donde se analiza qué pasó, cuándo pasó pero, sobre todo, a quién le pasó. Es abrir en canal la propia identidad de una nación para coserla de nuevo después. Con el riesgo de una mala cirugía.

“Se entierran hasta la cintura resistiendo la posición, sintiendo el dolor”, afirma el pie de foto de la imagen. El marco no podía ser más apropiado. Volver a la tierra para reivindicar lo que la tierra se ha apropiado por la fuerza. En la ilustración, dos últimos elementos de esperanza: la flor, que renace, y el agua como voluntad de hacerlo crecer.

En todas las historias siempre falta una pieza fundamental. El que no fue víctima ni fue verdugo. El que decidió decir “no”. El que no apretó el gatillo, el que no participó en los abusos e, incluso, el que se arrepintió antes de que fuera demasiado tarde. En resumen, el que renunció al beneficio que a veces reporta el hacer daño.