Un cuñado al que odiar
Usted está en casa. O en casa de sus padres. O de sus hijos. O de cualquier pariente de esos que sólo aparecen algunos afortunadamente- por Navidad. Usted está de ruta festivalera estos días, saltando de primo en primo y de langostino en langostino.
Usted está en casa. O en casa de sus padres. O de sus hijos. O de cualquier pariente de esos que sólo aparecen algunos afortunadamente- por Navidad. Usted está de ruta festivalera estos días, saltando de primo en primo y de langostino en langostino.
Usted está en casa. O en casa de sus padres. O de sus hijos. O de cualquier pariente de esos que sólo aparecen –algunos afortunadamente- por Navidad. Usted está de ruta festivalera estos días, saltando de primo en primo y de langostino en langostino. Por el camino, usted escupe veneno por la boca; nunca había sido capaz de pensar o emitir tantos sinónimos insultantes hacia una sola persona –cuñados, suegros y primos diversos tienen el honor de ser sus receptores-.
Si fuéramos capaces de canalizar toda esa energía, seguro que desviamos la Tierra de su eje de rotación.
Así que ahí andamos estos días, transpirando quejas de la familia política que nos ha tocado; dedicando más minutos a odiar a los satélites familiares que a hacer la digestión. ¿Verdad? Cada uno con nuestro trocito de infelicidad familiar a cuestas. Parece que no somos nadie si no tenemos un cuñado al que odiar.
Y ahora miren bien al hombre de la fotografía. Quizá tenga un cuñado. O dos. O tres. Y unos padres. Y hermanos, primos, suegros o tíos. Lo que no tiene es una Navidad que celebrar con ellos. Aunque sea odiándose. Este hombre duerme en un cajero de Granada. Como otras 30.000 personas en España, sin un techo en el que refugiarse, bajo el que celebrar la Navidad, bajo el que odiar al cuñado. Aunque sólo sea eso, odiar al cuñado.