Un populismo para gobernarlos a todos
Una solución abstracta: un político popular, y no populista, con un programa que se pueda medir. Saquen el metro. Alguien llegará, seguro.
Una solución abstracta: un político popular, y no populista, con un programa que se pueda medir. Saquen el metro. Alguien llegará, seguro.
Populismo, populismo, populismo, populismo. Una palabra para gobernarlos a todos. Si este sustantivo pudiera materializarse, quedaría convertido en el anillo de Saurón o en el lado oscuro de la fuerza. Nadie quiere ser populista, pero parece, según las continuas acusaciones, que se trata de un sendero más que seguro hacia el Gobierno.
Fulanito llega cansado de trabajar. Ha sido un duro día en la oficina. Ahora tiene que hacer la cena para sus hijos, acostar al pequeño y ordenar las cuentas de la familia desde el ordenador. Además, esta noche le toca sacar al perro. Son casi las doce. Se deja caer en el sillón y enciende la tele. Entra en su salón un hombre con coleta, que le mantiene despierto, y que le dice que todo va a ir bien. Además, se lo dice sin necesidad de cifras pesadas o datos que le hagan pensar. Todo va a ir bien; y punto. Este proceso populista, absolutamente simplificado, se repite en miles de hogares todos los días. El español cansado y sin tiempo para pensar es un blanco fácil para los clichés, las frases hechas y los buenos augurios a cambio de nada.
El populista convence y el que no es populista tiene que serlo de algún modo para poder competir. El problema no es el partido, sino las reglas que lo rigen. El público se deja llevar y el árbitro ha desaparecido. Sin embargo, convendría destacar una posible diferencia entre el “populista” y el “popular”. A pesar de que la RAE todavía no ha incluido el término “populismo”, se refiere al “populista” como a aquel que “pertenece al pueblo”, lo que deja claro que la definición no se ha actualizado al ritmo de los coletazos del presente. Sí, coletazos. Dejando a un lado las peripecias de la Academia, podríamos definir al “populista” como aquel que promete para no cumplir. En cambio, “popular” podría ser aquel que es estimado o, por lo menos, tenido en cuenta por el pueblo.
Decía Lord Kelvin que solo aquello que se mide se puede mejorar. Los programas políticos, tanto los que llevan coleta como los que no, no pueden pesarse en una balanza porque apenas recogen medidas cuantitativas. Son panfletos que tratan de agitar la nostalgia y el sentimentalismo para conseguir que el hombre, llevado por sus pasiones, introduzca una papeleta determinada en la urna.
Con el año electoral aparecen las promesas rotas, las que no se cumplieron y las que se incumplirán. Si los programas no tienen en cuenta a Lord Kelvin, seguirán siendo papel mojado porque los argumentos sentimentales son siempre del color a través del cristal del que se miran. ¿Nos han engañado? Depende. Nadie puede probar que sí, pero nadie es capaz de asegurar que no. Nos han robado, pero esa es otra historia.
Una solución abstracta: un político popular, y no populista, con un programa que se pueda medir. Saquen el metro. Alguien llegará, seguro.